1. Antihéroes ribeyrianos: lo que el tiempo les quitó.
Julio Ramón Ribeyro asoma en la literatura peruana a mediados de la década de 1950. Vivía en el extranjero y practicaba un estilo decimonónico, más bien distinto de lo que era el trabajo de una generación que, a decir de Washington Delgado “trataba de reflejar la nueva realidad peruana mediante el uso de novedosísimas técnicas literarias” (Delgado:115). Sin embargo, uno tras otro sus relatos lo encumbraron como un representante ilustre.
El telón de fondo de sus historias es el Perú de este tiempo marcado por la consigna de llegar, así sea a trompicones, hacia la modernidad. No es gratuito, pues, que el conjunto de sus cuentos sea una galería de personajes subalternos, “outsiders” (Luchting:1971), convidados de piedra en el festín de la vida, seres opacos, sin mayor valía que haber tentado alguna ilusión; sujetos pusilánimes, vencidos de antemano, signados por el fracaso y el desaliento; tipos acechados por su propio entorno, moradores de esos nuevos fragmentos de ciudad que el proceso de migración y urbanización de los años cincuenta instauró; individuos retraídos por temor o por vocación, apenas a gusto con la talla de vida que les ha tocado vivir, hábiles ingenieros de proyectos inspirados por un sentimiento que quiere disfrazar la sucia realidad en que existen.
Para Julio Ramón, la modernidad “está atravesada de un sentimiento de decadencia” (Cisneros:445). Se trata de una modernidad traducida en confort, estatus, progreso a nivel personal y social, pero incapaz de generar la felicidad que promete el contexto económico mundial y la tibia certeza de estar del lado correcto para alcanzarla (los Estados Unidos como modelo). En este marco, los personajes ribeyrianos no harán sino demostrar que el cambio es improbable, inviable, y que la única consecución será la radicalización de los problemas no resueltos desde el siglo anterior. Estos fenómenos se expresan en una serie de relatos que dan cuenta de las transformaciones de una ciudad tranquila y virreinal como Lima, que “refleja dramáticamente las contradicciones sociales y las presiones a la que se ve sometida” (Ribeyro:1995:56).
Leer las vicisitudes de todos los mudos a los que Ribeyro dota de la palabra es aproximarse a la macilenta luz de un proyector que exhibe los trazos de una radiografía desconcertante; se trata de un universo ficticio que es la metáfora del mundo tras el nuevo orden impuesto por la Segunda Guerra Mundial, donde aquello que era claro, preciso, exacto, ordenado y prometedor se vuelve repentinamente incomprensible. Se trata de un tiempo desconcertante para los héroes, que ahora transitan una realidad resbalosa, cambiante e imposible de abarcar. No hay un punto de referencia a partir del cual organizarse, sólo hay referencias. La explicación definitiva de los fenómenos, incuestionable o al menos duradera, se transforma en un campo abierto a interpretaciones diversas, a la relatividad epistemológica y existencial. El hombre pierde el centro y la inseguridad se torna cotidiana.
En el mundo de Ribeyro, los personajes existen sin ninguna certeza acerca de su destino. A Julio Ramón no le seduce el vigor positivo de la modernidad, sino sus fisuras invisibles, sus esquinas feas, esas calles oscuras por los que pocos se animan a cruzar. De alguna manera, sus protagonistas padecen las secuelas de una desorientación que empezó a hacerse evidente en el período de entreguerras: si la física cuántica y el desplome de los sistemas cósmicos newtoniano dieron paso a un universo de la relatividad, en la segunda mitad del siglo XX el binarismo conminatorio izquierda- derecha, la sospecha de toda variable ideológica, el repliegue de lo religioso, la quimera del éxito y el brillo del dinero curten el carácter de unos hombres y mujeres no siempre aptos para emprender la cruzada.
Los mudos de Ribeyro devienen en antihéroes porque no son capaces de asimilar el cambio de paradigma que se está dando frente a ellos. Son héroes en potencia de un tiempo caduco, hombres modernos a los que les han corrido la alfombra y ahora aparecen pequeños, desarmados, inconsistentes, extraviados[1]. Ribeyro propone personajes caídos, incapaces de vencer una situación que les esclaviza sin remedio, aunque también los ridiculiza en ciertos aspectos costumbristas. Para retratar esa condición, el autor pone énfasis tanto en la psicología como en las marcas que deja este nuevo tiempo que se ha llevado consigo una serie de creencias a partir de las cuales se habían construido dioses, reglas, leyes, anhelos juveniles, proyectos magníficos y la esperanza de una vida digna y sosegada.
Si hiciéramos el ejercicio peculiar de encontrar lo heroico en el mundo ribeyriano, si operáramos por contraste a lo que padecen sus personajes, hallaríamos que quizá el prototipo victorioso para esta modernidad en crisis sea la figura del cínico. Un sujeto que, como lo entiende Sloterdijk, está al tanto de la disonancia existente entre la mascarada ideológica y la realidad llana y terrena, pero que insiste en llevar la máscara porque es conveniente (Sloterdijk:2003). Lo que separa a los personajes ribeyrianos del heroísmo es su incapacidad para notar esta distancia, o si acaso la notan, su inoperancia para tomar cartas en el asunto o hacer algo al respecto. En este marco de juego la ingenuidad no existe y los antihéroes ribeyrianos son ingenuos. El cínico conoce de sobra la falsedad, sabe que el bien común ha trocado en bien particular, que lo que antes se conjugaba en clave de ‘nosotros’ ahora funciona en clave de ‘yo’. El cínico sabe que siempre hay un interés detrás y despliega lo necesario para no ser el perjudicado. El cínico es capaz de jugar con el sistema, de adaptarse y transformarse. Los antihéroes de Ribeyro no conciben esta lógica.
Uno tras otro los relatos se suceden retratando estas “patologías” a partir de lo que podríamos considerar estructuras narrativas recurrentes. James Higgins identifica dos modelos: la historia de iniciación, “que da cuenta de la pérdida de inocencia del protagonista al pasar por experiencias que le abren los ojos a la amarga realidad de la vida” (Higgins:85), y la historia circular, que refleja el escepticismo respecto a la capacidad de los hombres para cambiar sus circunstancias existenciales; “presenta una insatisfactoria situación inicial, de la cual el protagonista procura escapar, pero tal intento se ve frustrado tras una breve ilusión de éxito” (Higgins:95). A éstos nos gustaría agregar dos: la historia ciega, donde los personajes, que se presentan como sujetos capacitados para la victoria, acaban derrotados sin entender por qué. Y la historia de añoranza, donde hay un esfuerzo inútil por recuperar o reinstaurar el pasado.
En todos los caso, estamos ante tramas y forjas de la derrota. En las historias de Ribeyro, sus personajes dan un paso al frente para imponerse al mundo, pero acaban aplastados debajo de las suelas y engranajes de un aparato que lo tritura todo, una verdadera moledora de carne. No es el destino trágico y a la usanza griega el que los golpea, es su ingenuidad, su precariedad, su falsa grandilocuencia la que obra como lastre fatal. Los que campean en las páginas de Ribeyro no son héroes, siguiendo el esquema clásico, sino sujetos distantes de la gloria, terrenos, prosaicos, endebles. No se trata de ídolos forjados de acuerdo al deber ser de la modernidad, sino de figuras marcadas por el no poder ser.
A continuación nos ocuparemos de plantear algunos flujos marginales, o experiencias disonantes, que encontramos constitutivos del antihéroe ribeyriano y que dan cuenta de los estragos personales causados por esta modernidad en crisis[2].
2. El desencanto de la vida moderna: Espumante en el sótano (1965)
Los distintos textos que abordan el tema de la modernidad parecen coincidir en que ésta abarca los últimos cinco siglos de la historia de occidente. A partir de Anthony Giddens, Alain Touraine y Jurgen Habermas podríamos periodizarla en un sentido amplio del siguiente modo: los siglos preparatorios (XVI-XVII); la ilustración (XVIII); y el desarrollo acelerado (XIX-XX). Y en un sentido estricto desde la Revolución Francesa hasta la Segunda Guerra, aunque Jean François Lyotard, por ejemplo, corre la fecha hasta la revolución estudiantil de mayo de 1968, a partir de la cual experimentaría cambios radicales aglutinados bajo las etiquetas de post-modernidad o modernidad radicalizada.
Habermas insiste en que la clave de la modernidad tal y como se entiende en nuestros días está en la orientación hacia el progreso que potencia. De acuerdo con esto, a diferencia de los contextos premodernos –como los del medioevo europeo, o los de las culturas precolombinas- que encuentran su legitimidad en un acto fundacional originario (la muerte de Cristo, por ejemplo), los modernos se legitiman en un fundamento utópico proyectado en el futuro, una idea que está por realizarse y hacia la cual se encamina el progreso histórico.
Por consiguiente, importantes cambios tuvieron lugar en la mente de los hombres: mientras que Dios fue reemplazado en el plano metafísico y filosófico por el Hombre, en el paradigma cognoscitivo Dios fue sustituido por la Ciencia. Esto nos lleva a entender, con Giddens, que “el término modernidad debe considerarse equivalente a la expresión mundo industrializado, mientras se acepte que la industrialización no se reduce únicamente a su aspecto institucional” (Giddens:26). Es decir, entenderemos por modernidad al amplio espectro de las relaciones sociales y culturales que conllevan la aplicación conceptual de la razón, la pragmática y la maquinaria en la vida cotidiana y los procesos de producción.
Esta idea de construir el futuro sobre la base del hombre como centro y la ciencia como bandera será la que erosione y socave sus propios cimientos conforme evolucionen las sociedades. “No se trata sólo de producir nuevos procesos de cambio más o menos continuos y profundos, sino más bien, de que el cambio se ajuste a las expectativas humanas y al control del hombre” (Giddens:43). Cuando esto último no ocurre, sobreviene el desencanto.
Para Fredric Jameson, el origen de esta crisis (a la que denomina post-industrial) empezaría a fines de la década de 1950 o comienzos de 1960, cuando la consolidación del capitalismo coincide con la contabilidad de los últimos estragos causados por la aplicación fanática de los ideales modernos sobre el Estado- nación a manos de los nazis. Después de ello, sólo seguirían deméritos: la recesión mundial de 1970 (pérdida de fe en el gran relato capitalista), el Gulag, el invierno de Praga, el desgaste y la sovietización de Cuba, la caída del muro de Berlín (pérdida de fe en el relato marxista) y Mayo del 68 (pérdida de fe en el metarrelato de la libertad individual). “Todos estos son ‘clavos en el ataúd de la modernidad’, que se funden con el espíritu de otro tiempo provocado por la sociedad de los mass media” (Jameson:117)
En consecuencia, ¿de qué se trata esta crisis? La respuesta es huidiza, se escurre de las manos como el pez recién capturado, pero quizá sea esa característica precisamente la que sirva de definición. Se trata de una época en la que las respuestas llanas, directas y contundentes ya no son posibles porque no existe un norte a partir del cual estructurarlas, o porque existen muchos nortes que relativizan y revitalizan su entendimiento. “Durante mucho tiempo hemos pensado que sólo existía una respuesta posible y axiomática para cualquier pregunta”. (Harvey:27)
El aspecto de la crisis que nos interesa reseñar es aquel referido al sujeto, y la crisis del sujeto parece comenzar cuando se hace evidente que el tren que viene de la felicidad trayendo el cambio histórico, nunca llegará; cuando el sueño de progreso de Prometeo se transforma en la pesadilla de Sísifo, de que todo es inútil. Solo así se entiende que desencanto, decadentismo, nihilismo y otras etiquetas afines se hayan instalado como diagnóstico de un tiempo vacío, desprovisto de trascendencia y metafísica. Si Marx había propuesto dejar de interpretar el mundo para transformarlo, ahora se constata que tampoco eso es posible. Y si a Marx Prometeo le parecía el mayor santo de la historia, sus nietos podrían argumentar hoy que en verdad fue un tremendo papanatas que acabó con las entrañas devoradas por una causa sin sentido: la consigna de los revolucionarios franceses se agotó muy pronto. La experiencia, dura e innegable, no ha hecho sino demostrar que la realidad es sórdida, y que la ilusión moderna no hacía más que enmascarar esa sordidez con promesas de futuro, un futuro que nunca llegó o que, en todo caso, pasó omitiendo a sus viajantes, dejándolos con las maletas listas y la esperanza marchita.
Dadas así las cosas, lo que se abre delante es un páramo insondable. “El hombre sabe que la vida es trágica y que se desarrolla también en lo horroroso, en lo monstruoso, en el cruce de caminos entre la desesperanza y el desencanto, la felicidad y los sueños” (Bárcena:13). El hombre de la crisis moderna se alza como un descreído, pues sabe de su ignorancia y su profundo desasosiego.
Quizá por eso, como sugiere Claudio Magris, la literatura del siglo XX abandona cualquier forma de aspiración a lo absoluto y a la universalidad. Y si aspira a ella –a la universalidad- lo hace desde lo singular, desde la contrariedad y los conflictos que viven los personajes de su universo narrativo. “La literatura defiende lo individual, lo concreto, las cosas, los colores, los sentidos y lo sensible contra lo falsamente universal que agarrota y nivela a los hombres y contra la abstracción que los esteriliza”. (Magris:28).
Frente a esta situación, Ribeyro se plantea una literatura que no cristaliza la vida en una obra de arte, haciendo de la existencia un hermoso cuadro, sino que nos proporciona historias de vida singulares para, en vez de limitarnos a interpretar el contenido que se nos ofrece y alcanzar a decir lo que significan, invitarnos a aprender a ver más, a oír más, a sentir más. Revisemos el cuento Espumante en el sótano (1965) para ilustrar este punto.
Aníbal Hernández es un empleado de edad madura que al cumplir 25 años en el servicio de fotocopias del Ministerio de Educación ha decidido celebrar la ocasión como se merece un tipo que ha gastado su mejor tiempo apoyando las tareas de su institución. Sin embargo, su entusiasmo se estrella ante la indiferencia de sus colegas, demasiado ocupados en sus múltiples obligaciones e intereses, todas más importantes que la alegría ceremoniosa de aquel burócrata.
El texto nos ubica acaso en el auge del modelo estatista[3]. El Estado como gestor de todos los aspectos de la vida nacional, el Estado a cargo de la economía, la educación, la construcción, la explotación de recursos, etc. Las falencias del modelo, además de los vicios que cada gestión administrativa aporta, configuran el ámbito burocrático como un ghetto kafkiano donde se confunden los roles, las obligaciones y las personas, y donde sobrevivir a la impersonalidad depende de cuán sabidos se tienen los recovecos y con cuántos conocidos se cuenta.
El término sugiere el dominio del ‘bureau’, del aparato, de algo impersonal, pesado, inmóvil, pero también hostil, que ha adquirido vida y poder sobre los seres humanos. En el habla cotidiana pueden encontrarse diversos nombres para los burócratas, pero todos coincidirán en presentarlo como seres sin una aparente alma sensible, como si fueran meros dientes de engranaje. Así, el burócrata parece instalarse en el imaginario colectivo como el principal exponente de la cosificación de vida, de la conversión de las personas en mecanismos.
A la luz de lo anterior, Aníbal es sólo un personaje en esta fauna particular representada por el Ministerio de Educación. Pertenece al grupo de los que podríamos llamar ‘insignificantes’. Sin embargo, su ímpetu y devoción al trabajo son conmovedores.
“Si tuviera que trabajar veinte años más acá, lo haría con gusto. Si volviera a nacer también. Si Cristo recibiera en el Paraíso a un pobre pecador como yo y le preguntara, ¿qué quieres hacer? Yo le diría: trabajar en el servicio de fotocopias del Ministerio de Educación.” (Ribeyro: 248)
Toda su vida profesional ha quedado estancada en el humilde rango que ocupa, mientras otros compañeros han conseguido el ascenso. El acento está puesto en el jefe Gómez, que ingresó a laborar al mismo tiempo que Aníbal. Gómez parece haber alcanzado el éxito, pero en verdad no ha hecho más que ascender un peldaño: de insignificante a adulador.
Cuando Aníbal invita a Gómez al brindis, éste se incomoda ante el recuerdo de su bajo pasado, sin embargo acepta ir porque acudirá Paúl Escobedo, Director de Educación Secundaria y máximo funcionario del área.
-¿No ha venido el director Escobedo?- le preguntó en voz baja.
-Ya no tarda- dijo Aníbal-. De todos modos haremos el primer brindis.
Para relajar la atmósfera, empezó a relatar una historia graciosa que le había ocurrido hace quince años, cuando el señor Gómez y él trabajaban juntos en el servicio de mensajeros. Pero, para asombro suyo, el señor Gómez lo interrumpió:
-Debe haber un error, señor Hernández, en esa época yo era secretario de la biblioteca. (Ribeyro: 244-245)
La celebración de este día especial resulta indiferente a sus colegas, pero ¿qué los mueve a acompañarlo en su plan celebratorio? Nada más que las ganas de beber champán y cumplir con el rito mecánico que se presenta cada cierto tiempo: mostrarse ante los superiores para que sepan que siguen allí. Pero Aníbal es incapaz de reparar en ello; sólo el lector parece percatarse de la desconsideración con la cual corresponden su hospitalidad.
“Aníbal pasó las empanadas en un portapapeles, pero a mitad de su recorrido se acabaron.
-Deben de ser de la semana pasada. Ya me reventé el hígado.
-¿Para eso me han hecho venir?- volvió a escucharse al fondo.
-¿Y yo con qué brindo? ¿Quieren que me chupe el dedo?-
-¿Champán? Esto es un infame espumante-
Aníbal no oyó esto…” (Ribeyro: 244-246)
Quizá porque a diferencia de ellos Aníbal no atesora la gloria personal, sino el bien común, el trabajo en equipo. Se reconoce como un hombre con limitaciones, pero no por ello inferior:
“Mi trabajo (encargado de sacar las fotocopias) lo he hecho siempre con toda voluntad, con todo cariño. Yo he servido a mi patria desde aquí. Yo no he tenido luces para ser un ingeniero, un ministro, un señorón de negocios, pero en mi oficina he tratado de dejar bien en alto el nombre del país.”
Para Aníbal, el trabajo en equipo es indispensable, sin embargo, para sus compañeros del Ministerio el equipo es una circunstancia que hay que llevar adelante para cobrar el cheque de fin de mes; lo que no implica necesariamente cerrar filas solidarias con el otro, pues el otro también se ha relativizado. Al inicio del cuento, Aníbal llega tarde a la oficina por estar procurándose los elementos de la celebración y sus amigos son incapaces de un acto de cortesía, de resguardarlo en el mejor sentido del espíritu de cuerpo:
“La puerta se abrió en ese momento y por las escaleras descendió un hombre canoso, con anteojos.
-¿Están listas las copias? El secretario del Ministerio las necesita para las diez.
-Buenos días, señor Gómez- dijeron los empleados- Allí se las hemos dejado al señor Hernández para que las empareje” (Ribeyro: 240)
Aníbal es el único que no se ha dado cuenta de que el proyecto por el que apostó apenas lo considera parte constitutiva de sí. Los demás compañeros de trabajo no comparten su entusiasmo y sus valores, y no lo hacen por desidia, envidia o malhumor, sino porque han visto gastarse el brillo de la moneda dorada que les ofrecieron. “La sociedad se siente enajenada del Estado, a la vez que inseparable de él. El Estado es la carga que oprime a la sociedad, y también es el ángel protector de la sociedad, sin el cual no puede vivir” (Deutscher:1998).
Para todos, excepto para Aníbal, parece estar clarísimo que tras 25 años de trajín el modelo debiera haberlos movilizado, sino social o económicamente, al menos al interior de ese monstruo de entrañas lastimeras que resulta el Estado. El empleado Calmet resume la historia de Aníbal.
“-Sí- contestó Calmet-. Era Jefe del Servicio de Almacenamiento. Pero cambió el gobierno y tuvo que cambiar de piso. De arriba para abajo” (Ribeyro: 241)
Y si Aníbal ignora esta realidad es porque carece del cinismo al que ya hemos hecho mención antes. Aníbal es un representante a carta cabal del Estado Moderno y para quien resulta impensable dejar de bregar en equipo. Para Aníbal el futuro todavía es una utopía por la que vale la pena sacrificarse, desde el puesto que sea. Para sus compañeros el futuro es una bagatela, una quimera en la que no vale la pena apostar siquiera unas monedas, porque esas monedas podrían servir para algún placer pasajero y por ello atraviesan el día esgrimiendo ironías, burlas y socarronerías a modo de desquite.
En ese sentido, Aníbal es el chivo expiatorio de un proyecto fracasado. Por eso su celebración no tiene eco, porque Aníbal Hernández, trabajador probo del servicio de fotocopias, representa el viejo ideal sobre el que descargan sus sarcasmos.
“-Mira, se nos vuelve a casar el viejo- dijo Pinilla.
-Yo diría que es su santo- agregó Rojas.
-Nada de eso- protestó Aníbal-. Óiganlo bien: hoy, primero de abril, cumplo veinticinco años en el Ministerio.
-¿Veinticinco años? Ya debes ir pensando en jubilarte- dijo Calmet-. Pero la jubilación completa. La del cajón con cuatro cintas” (Ribeyro: 240)
Al final del cuento, solo, abandonado por los presentes ante la retirada del funcionario superior, sin champaña ni empanadas con qué reunirlos alrededor de sus 25 años, humillado por el jefe Gómez, es decir, vilipendiado por los vicios del sistema que defiende a capa y espada, Aníbal queda en cuatro patas recogiendo los desperdicios de su propio ágape.
“En lo alto de las escaleras (que llevan fuera del sótano) estaba el señor Gómez, inmóvil, con las manos en los bolsillos.
-Todo está muy bien, Aníbal, pero esto no puede quedar así. Estarás de acuerdo en que la oficina parece un chiquero. ¿Me haces el favor?
Sacando una mano del bolsillo, hizo un gesto circular, como quien pasa un estropajo, y dando media vuelta desapareció.
Aníbal, nuevamente solo, observó con atención su contorno. (…) No era solamente un sótano miserable y oscuro, sino –ahora lo notaba- una especie de celda, un lugar de expiación. (…)
Quitándose el saco, se levantó las mangas de la camisa, se puso en cuatro pies, y con una hoja de periódico comenzó a recoger la basura, gateando por debajo de las mesas, sudando, diciéndose que si no fuera un caballero les pondría a todos la pata de chalina” (Ribeyro: 249)
La antiheroicidad de Aníbal se ha puesto de manifiesto. No es un héroe vencido, es un héroe de otro tiempo. Las premisas y valores en los que se forjó han trocado, se han acomodado a los nuevos vientos, pero él no se ha enterado. Donde es menester esgrimir la adulación, el oportunismo y probablemente la intriga, Aníbal sigue esgrimiendo una espada supuestamente mágica, una confianza casi ontológica en el sistema. Pero el propio sistema lo ha dejado sin piso y ahora pertenece a otra orilla. Seguirá luchando con las armas de antaño y a favor de una causa común y noble, cuando las armas son otras y las causas son particulares e indecorosas.
Continuará… Lee aquí la segunda parte.
[1] Si el héroe es un hombre de su tiempo, aquél sujeto magnífico que encarna la impronta y los valores de sus días, el antihéroe está dotado más bien de unas características singulares que le apartan del modelo, “de una individualidad dramática y una verosimilitud que el lector no tiene necesariamente que compartir, sino sólo comprender” (Bal:34). Para zanjar cualquier confusión diremos que la diferencia fundamental entre ambos radica en su impostación ante la vida. El héroe no tiene fisuras ni contradicciones con respecto a la era que representa. El antihéroe, en cambio, se basa en la contradicción; es, por encima de todo, un hombre, con defectos y virtudes.
[2] Para ubicar los cuentos que se mencionan, indicaremos junto al nombre del autor el número en romano correspondiente al volumen del cual fueron tomados.
[3] La crisis de este modelo, según Deutscher, empezaría a inicios de los años 70 (siempre tomando como referencia el modelo ideal que representaba los Estados Unidos), cuando la recesión a causa del crack petrolero puso en evidencia ciertas falencias constitutivas. La estocada final ocurriría a partir de la caída del muro, cuando el Estado se tornó lento e inútil para controlar el auge de la globalización.
Publicado originalmente en Revista Lienzo #30. Universidad de Lima, 2009.