Visconti, el imperio de la mirada.

El frío llega de pronto, como venido de muy lejos. Trepa por una pierna, atenaza el brazo izquierdo y el hombre se dobla sobre el abdomen. Luchino Visconti ha sufrido una trombosis cerebral, pero no pierde la consciencia mientras alguien telefonea a una ambulancia… Puccini, Verdi, La montaña mágica, su adorado Proust, En busca del tiempo perdido… Atrás va quedando la terraza del hotel Edén y cuando ingresan su cuerpo fláccido y sus ojos demasiado alertas a una clínica romana, sólo resuena en su cabeza una línea que conoce de memoria: “Tú eres viejo, Gustav, y en el mundo no hay impureza más impura que la vejez”.

Como von Aschenbach está postrado y se le antoja un aire patético. El brazo y la pierna izquierda inmovilizados. Los 80 cigarrillos diarios. Es julio de 1972 y la palabra cáncer está de moda. Pero no solo eso. También está el terrorismo de extrema derecha, las intentonas golpistas del príncipe Valerio Borghese si triunfa el Partido Comunista Italiano, 14 muertos por una bomba en el Banco Agrícola de Milán, las Brigadas Rojas. ¿Qué son 80 cigarrillos? Alguien ha tomado el control, ahora forma parte de una de sus películas: la decadencia, la degradación, la corrupción. Nada parece haber cambiado y Roma no es un buen lugar para morirse.

Su habitación está cargada de un olor a ungüento y algodones. Debió ser más o menos así en 1906. Un parto sin complicaciones en la villa familiar de Milán, muy siglo XIX y bastante aristocrática. Qué lejos, y qué poca gracia debe hacerle recordar, pero así ocurre cuando hay demasiado tiempo para estarse con uno mismo. Tuvo que crecer con la presión de ser un patricio, de continuar la estirpe de los duques de Mondrone, una profesión liberal, los riesgos calculados, la asepsia. Sin embargo, de todo ello prefirió los libros y la música, el teatro, la ópera, y también la arquitectura. Maduró entre el fascismo y el triunfo de las nuevas ideas sociales, entre la crítica a la dictadura y la organización de la patria después de la guerra. Se ocupó de la gente común y sus relaciones, de las opresiones laborales, de la tensión norte-sur, de la decadencia de la nobleza, la crítica al nazismo, todo a través de una cámara que registraba según su cultura exquisita, sus pintores, sus músicos. Un Antonio Gramsci de salón… un aristócrata metido a campeador.

Volver a empezar

Hay que trasladarse a Zurich. Un especialista en neurología prescribe ejercicios de rehabilitación, no augura grandes logros, pero es probable que llegue a desplazarse con un bastón. Hasta allí los amigos envían sus cartas: Burt Lancaster, la Callas, Alain Delon, Dirk Bogarde. Su guionista Enrico Medioli despacha las respuestas que dicta. Afuera es agosto y él se está perdiendo el verano. Se siente como un bebe al que otros deben atender. Lo más triste es tratar de mantenerse en pie, así inmovilizado y en equilibrio, apoyado en la baranda de ejercicios. Por eso se empeña en la terapia, aplicando el mismo esmero con que construye sus encuadres, con detalle, al milímetro. Cuando llega septiembre aborrece la cama, así que se da de alta y regresa a Cernobbio, donde le han improvisado una sala de montaje para terminar Ludwig. Cuatro horas de película, ahí están. Tanto como la había peleado, tanto como lo había enfermado… Pero el 18 de enero del 73 se estrena en Bonn una versión reducida de tres horas. Exigencias comerciales, le dicen. Como si no fuera suficiente tener que ajustar el mundo a sus limitaciones. Su casa en Via Salaria es un conjunto de inmensos salones, estancias y escaleras que parecen burlarse y mirarlo como otro mueble inmóvil. Entonces se acomoda en un departamento en Via Fleming, pero las paredes le siguen pareciendo igualmente lejanas unas de las otras.

La Scala le ofrece El anillo de los nibelungos, la idea es montar una jornada por año, pero los médicos le prohíben el clima de Milán y él no opone resistencia. Quizá tema que la envergadura del proyecto desborde sus posibilidades físicas, a lo mejor piense que no le alcanzarán los años para terminarla, y él es un tipo exigente. Pero para disipar rumores elige Sucedió ayer de Harold Pinter para volver a dirigir en las tablas. El montaje se ve opacado por las declaraciones de Pinter, quien acusa cambios y aberraciones en la historia. Muchos entienden que es un desquite porque Visconti lo había vetado, años atrás, para adaptar el proyecto En busca del tiempo perdido. Pero en fin, para qué darle más vueltas. Se refugia en la ópera, prepara el Manon Lescaut de Puccini y el éxito es grandioso. Tan bien le ha hecho el trabajo, que casi puede andar solo con el bastón.

Como hombre de teatro, adaptador y director escénico pocas veces le fue mal, aunque prefería llamarse un regisseur de óperas. En ellas volcaba su pasión por un género en el que siempre se sintió cómodo: el melodrama romántico. Fue un apasionado innovador que logró enormes modificaciones en la puesta en escena, en los movimientos de masas y en la dirección escénica de los cantantes. María Callas lo adoraba y él adoraba trabajar con ella porque decía que su voz y sus movimientos captaban mejor que nadie su idea del teatro, un teatro con vocación de narración totalizadora y panorámica, como la del siglo XIX, pero sin abandonar su formación clásica y tiñéndola de sus propios intereses, el tema social, la decadencia y las formas expresivas del melodrama. Visconti ha vuelto, comentan los amigos, pero para volver es necesario que filme otra vez.

Filmar, ese capricho… Una cosa llevó a la otra. En sus viajes de joven aristócrata, varias veces había recalado en Berlín y Munich para apreciar los fastos del partido nacionalsocialista, seducido por los espectáculos que dada Hitler y sus hermosos muchachos uniformados. Qué diferencia con la extravagante estética mussoliniana, opuesta al gusto refinado de los duques de Mondrone. Sin embargo, no se trata de política, es el espectáculo. Miles de extras en escena, cantos, marchas, imágenes. Ese es el germen que lo mueve a interesarse por la cámara y ensayar películas experimentales. Como la que acometió en 1935, teniendo como protagonista a su cuñada Niki, pero que no llegó a completarse porque los negativos se perdieron en el incendio del palacio familiar a causa de los bombardeos sobre Milán. Por eso, cuando se instala en París y conoce a Jean Renoir, colabora como su asistente de dirección a cambio de nada, sólo para aprender la cinematografía de primera mano. Fue el descubrimiento del medio y el inicio de una vocación por las formas y el retrato.

Pero ahora apenas puede moverse con independencia. Encontrar un argumento es complicado. No sólo porque el proyecto En busca del tiempo perdido ha sido nuevamente rechazado por el desmesurado presupuesto, sino porque hace falta una historia que sintonice también con las injurias de su cuerpo. Pasa horas frente a su profusa biblioteca. De allí han salido sus mejores historias, pero no es lo mismo. Suso Cecchi D’Amico y Enrico Mendioli, sus habituales colaboradores en el guión, sugieren un texto sin escenas con multitudes, algo más bien reposado, pocos personajes y una sola locación. Parece una metáfora perversa, pero acepta trabajar en la idea.

Fue Renoir quien le facilitó una traducción al francés de El cartero llama dos veces. Había sido su primer trabajo como director y lo había titulado Ossessione (1942). Para muchos fue el inicio de lo que después se conocería como neorrealismo, pero no viene al caso discutir las precisiones de estilo, sobre todo porque el neorrealismo no fue una escuela, sino una suma de personalidades artísticas afines. Por un lado Rossellini, De Sica, con un cine más idealista, y por otro Visconti, más próximo al marxismo. Para La terra trema (1948), fino encargo del Partido Comunista Italiano que constituyó su asentamiento como artista, también había partido de un libro, I Malavoglia, de Giovanni Verga. Pero fue quizá con Senso (1954), adaptación del relato homónimo de Camillo Boito, que empieza a tomar forma orgánica su propuesta de un cine con tonos operísticos, vinculado al tema social y amoroso. A partir de esta historia empezará a conjugar sus pasiones más queridas, la música, la composición pictórica y su vocación historicista. Se ubica en la Venecia del Risorgimento y de la mano de Il Trovatore de Verdi, irá tejiendo el retrato escrupuloso de la decadencia de una condesa veneciana y su relación amorosa con un oficial austriaco. Así, mientras el cine italiano se esmeraba por presentar frescos donde los hechos narrados de manera directa dieran cuenta del mundo, Visconti modelaba sus imágenes y sus historias imponiéndoles su personalidad y cultura, permeándolas de su propia ideología.

Las Confidencias

El año nuevo de 1974 trae nuevos avances en la rehabilitación. Ahora incluso puede levantar el bastón para señalar, amonestar o simplemente acompañar su elocuencia. Visconti parece decidido a darle un giro a su filmografía. La propuesta de Medioli de una historia en interiores que muestra los contrastes entre un viejo profesor y un grupo de jóvenes que se instalan en su casa para trastocar sus concepciones de la vida, finalmente toma forma. La película busca también dar cuenta de las preocupaciones circulantes, las tramas terroristas y golpistas, la aparente anarquía, por consiguiente será ambientada en el presente, toda una novedad, pero no será la única. Se encarga a Edilio Rusconi, un industrial de derecha, la producción de la película y con ello las señales de cambio adquieren ribetes de escándalo entre los co- partidarios. Visconti saldrá al paso respondiendo que no se trata de una película de derechas y rematará con un texto encargado al personaje de Silvana Mangano: “No conozco industriales de izquierda”.

Un nuevo punto de partida. Como en Rocco y sus hermanos (1960), cuando adaptando libremente Il ponte della Ghisolfa de Giovanni Testori, se sacudió de la impronta neorrealista e inició un nuevo ciclo de dimensiones trágicas, teniendo como eje central un tópico que sería recurrente: la decadencia de la familia. Una familia pura que se ve contaminada por los cambios sociales y deviene en un nuevo modelo difícil de aceptar. En Rocco… Visconti usa la escenografía urbana como una red insana que atrapa a sus personajes para retratar con prodigio las miserias de una ciudad cruel, casi movido por un espíritu de taxonomista. Después de Il lavoro, cuarto episodio de Boccaccio ’70 (1962), a partir de Au bord du lit de Guy de Maupassant, Visconti  haría de Giuseppe Tomasi di Lampedusa toda una referencia de la literatura y el cine revolucionario. Era un Visconti nuevo que buscaba, como reconoció en una entrevista a Le Monde, hallar una “correspondencia cinematográfica para la noción de tiempo proustiano”.

El gatopardo (1963) se irguió como un fresco de disentimiento familiar, donde presentó las formas de adaptación de la nobleza y la burguesía a las trasformaciones sociales. Una radiografía vital de la Italia de su tiempo a partir de la reconstrucción de la Sicilia garibaldina. Fue un meticuloso trabajo por el que Visconti se haría famoso, además, como un obseso del detalle, capaz de exigir que las cómodas y los roperos de la escenografía estuvieran llenos de ropa de la época, aunque no fueran a abrirse, o su renuencia a usar pelucas, que trajo aparejado más horas de maquillaje, y por ende, más días de rodaje. Otro aspecto notable de esta pieza es la incorporación y el uso de sus formas musicales predilectas, con fragmentos de ópera y una partitura magistral y afín a la sensibilidad viscontiana compuesta por Nino Rotta.

Pero ese es el pasado, ahora quiere demostrarse que puede reconquistar las mismas cotas e inicia el rodaje de Confidencias en abril de 1974. Es un Visconti animoso pero maltrecho, y quizá por eso logra presentar de manera espléndida a un viejo profesor asceta, entregado a la admiración de cuadros y objetos artísticos, reconcentrado en sus reflexiones y aporías, hasta que se ve en la situación de tener que alojar en su casa a personajes abyectos y muy distintos a él: una mujer insólita y opuesta a las sutilezas y tres jóvenes que considera amorales y de extraños hábitos. Resulta ineludible advertir que el propio Visconti parece instalarse en escena a través de Burt Lancaster en el papel del profesor, como buscando proyectar en él su juventud perdida, sus valores y sus códigos tildados de caducos.

Con esta película, Visconti parece retomar con otro impulso el ciclo inaugurado con El gatopardo, un ciclo que puso el acento en el decadentismo, la corrupción y la degradación que destruyen cada vez más las posibilidades de supervivencia del hombre y lo encierran en su propia y personal miseria. Un ciclo donde la soledad es el resultado de la falta de comunicación con el mundo que lo rodea, tornando a sus personajes piezas insignificantes de porcelana china que se sostienen en los afectos, los objetos o los ideales inmediatos. Como es el caso del protagonista de Las noches blancas (1957), febrilmente enamorado de una muchacha que al final lo abandona cuando recupera al hombre que ama, como en El extranjero (1967), desarrollado según la obra de Albert Camus, o más aún como el Gustav von Aschenbach de Muerte en Venecia (1971).

Si von Aschenbach es un hombre fracasado que ve en un joven polaco aquella belleza que nunca pudo alcanzar, y también la encarnación de aquello que no es y ya nunca podrá ser, el profesor de Confidencias es un hombre que, como Visconti, no entiende a las nuevas generaciones, que llegan a discutirle su militancia de izquierda y cuya tensión reproduce en un fragmento del filme, cuando uno de los adolescentes declara que todos los intelectuales se declaran de izquierda pero no significa nada en su vida o en su obra. Igual que el personaje principal, Visconti no tiene familia ni hijos, y la autobiografía parece imponerse en lo que respecta a la relación entre el viejo profesor y el joven Konrad, interpretado por Helmut Berger, conocida pareja del director. En una de las secuencias finales de la película, el profesor carga el cuerpo inerte de Konrad en una composición que recuerda a La pietá de Miguel Ángel, y acaso parece sugerir una nueva instancia de amor en la relación ya quebrada entre ambos después de la trombosis.

Tal vez no sea la mejor de las piezas del director, sin embargo, por años se ha querido ver en ella una suerte de testamento viscontiano, donde imprime una visión de su época que, a la luz de las circunstancias en que se rodó, resulta por lo menos inquietante: el 18 de abril de 1974, a pocos días de iniciada la realización, el juez Mario Sossi es secuestrado en Génova por las Brigadas Rojas y sólo será liberado 35 días después; el 28 de mayo, el mismo día que se filma la escena de la paliza a uno de los jóvenes, una bomba en Piazza della Loggia, en Brescia, deja 8 muertos y 102 heridos; el 4 de agosto, ya durante el montaje, una explosión en un tren a 40 kilómetros de Bolonia provoca 12 muertos y 48 heridos.

El estreno de Confidencias (cuyo título original es Gruppo di famiglia in un interno – Retrato de familia en un interior) deja traslucir en el rostro de Visconti cierto aire de satisfacción personal, pero no disimula el rictus de su inquietud. En La caída de los dioses (1969) se había esforzado por desmontar las claves del surgimiento del nazismo, sin embargo, ahora no entiende nada. No sabe cómo ubicarse en este nuevo caos y teme, igual que el profesor, encerrarse en sus aficiones preciosistas, extraviarse en su búsqueda de una estética cinematográfica que hagan comulgar a Mann y Proust con sus pintores, sus músicos y sus historias de amores prohibidos, desesperados o imposibles.

Por eso emprende otro proyecto, El inocente (1975), adaptación de la novela de Gabriele D’Annunzio, decidido a que no sea el último, sobre todo después de romperse la pierna derecha, la pierna sana, cuando ya casi empezaba a caminar sin bastón. Aunque el rodaje corre el riesgo de cancelarse, Visconti dirige desde la silla de ruedas y entrega su último acercamiento a la inseguridad de los aristócratas, a su mundo reducido y egoísta, a sus innobles formas de proceder, con un Giancarlo Giannini que escapa a su performance de actor de comedia, y una siempre inquietante Laura Antonelli.

Cuando inician los trabajos de doblaje, Visconti siente el peso de los días de trabajo. Se retira a Via Salaria y pasa buenos días rodeado de amigos, discutiendo sobre cierta área de Puccini que encuentra sobrecogedora. La ha escuchado mil veces, pero recién repara en su aire melancólico. ¿Serán los años?, después de todo es un viejo devoto de los melodramas. Incluso planea un nuevo argumento: la biografía de Puccini enfocada en la relación con su último amor, Sybil Seligman. Mastroianni estaría perfecto. Pero el 17 de marzo de 1976, mientras escuchaba la Segunda Sinfonía de Brahms junto a su hermana Uberta, se acomoda en las almohadas y declara: “Ya basta. Estoy cansado”. Otra vez el frío, pero ahora lo encuentra familiar.

Dos días después, lo despiden en dos ceremonias paralelas. Una al interior de la iglesia de San Ignacio en Roma, donde se celebra la misa familiar, y otra en las afueras, a cargo del Partido Comunista Italiano, que alza banderas rojas con inscripciones negras que dicen VISCONTI. A secas, sin título nobiliario, sin galones grandilocuentes como los que circularon en los cables de prensa: “El Stendhal del cine”, “El Balzac italiano”. Quizá todo eso, quizá nada. Solo un hombre de mirada imperial y sensibilidad decimonónica, fiel a su idea de lo que una cámara debía capturar: la esencia trágica de toda caída.

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