Roma, cittá aperta. El neorrealismo en perspectiva.

Una locura a la italiana

Exterior. Roma, fines de 1944. La Ciudad Eterna acaba de ser rescatada de los alemanes; los nazis huyen y los estadounidenses ingresan silbando a las muchachas. El olor a pólvora sigue en el aire, pero en la Via Nazionale un libretista de varieté hace caricaturas para ganar su almuerzo. De pronto, un sujeto le toca el hombro. “¿Es usted Fellini?”… “Depende, ¿le debo dinero?” Roberto Rossellini celebra la ocurrencia con una carcajada.

En la biografía de Hollis Alpert, Fellini cuenta que conocía a Rossellini, pero que nunca esperó que el director lo convocara a trabajar con él. Ese día, el plan era que Fellini le echara una mano para convencer al actor Aldo Fabrizi de tomar parte en un corto que empezaría a rodarse en los próximos días con guión de Sergio Amidei. La propuesta sonaba a cosa de locos: el trabajo en la industria del cine no existía y Cinecittá, dañada por las bombas, apenas era un refugio infecto de prisioneros y soldados. Pero Rossellini explicó que contaba con el auspicio de cierta condesa que estaba dispuesta a poner una suma de dinero para rodar la historia de Don Morosino -un sacerdote que durante la ocupación alemana había sido fusilado por la SS por ayudar a la resistencia- siempre y cuando Fabrizi, y ningún otro, hiciera el papel del cura martirizado.

Fellini y Fabrizi tenían buenas relaciones de amistad, el primero conocía perfectamente el carácter peculiar del segundo, por lo que accedió a la propuesta siempre y cuando confirmara la existencia de la misteriosa condesa. Aunque conocía la reputación de Rossellini, la condición de Fellini buscaba descartar cualquier conexión con los contra-comunistas, que ante el arribo de los norteamericanos pugnarían por hacerse de un lugar político en la reconstrucción. A la condesa- que Fellini describe en el libro de Alpert como “majestuosa y de una edad indefinida”, pero sin confiar el nombre de pila- el amigo de Fabrizi le resultó encantador y, enterada de que hacía caricaturas, ofreció una nueva partida de dinero para otro corto, esta vez una comedia. Rossellini encontró la oferta ineludible, así que puso a Fellini a trabajar con Amidei en el segundo proyecto, mientras él echaba a andar la pre- producción del primero.

Convencer a Fabrizi fue muy duro. Alegaba que hacer un corto sería un retroceso en su carrera, además, su oficio era comediante y el público jamás lo aceptaría en un papel tan sombrío. Al final, pidió un millón de liras (cinco mil dólares al cambio de la época) y que la película fuera un largometraje. Sin saber cómo, Rossellini aseguró al actor que así sería. Una noche en que Amidei y Fellini trabajaban en la idea del segundo guión, que se basaría en las pandillas juveniles que vagaban por la capital durante la guerra, Rossellini sugirió unir ambas historias y Amidei otorgó su bendición. Así se resolvió una de las condiciones de Fabrizi, pero el proyecto creció tremendamente; superaba el aporte de la condesa por la participación de su actor favorito, de modo que inició un periplo alucinado para alcanzar las mejores condiciones posibles.

Rossellini reclutó como la protagonista femenina a la actriz Anna Magnani, con quien entonces sostenía un romance impreciso, y convenció a varios amigos sin pergaminos de actor (un arquitecto, un periodista, un carnicero) para que actuaran en un filme quimérico que no tenía presupuesto, pero sí un título grandioso: Roma, ciudad abierta. Además, vendió su cama, una cómoda antigua y un ropero con espejo. En el mercado negro buscó agenciarse de película virgen, pero sólo consiguió algunas latas vencidas. El resto del equipo se logró gracias a la ayuda del Cuerpo de Señales del Ejército Aliado acantonado en Roma, quienes también intercedieron para la firma de los permisos correspondientes.

La filmación, como era de esperar, resultó por demás azarosa. Algunos pasajes del guión tenían antecedentes en la vida real y Rossellini insistió en usar los mismos escenarios, aunque ello implicara desplazar a todo un batallón de artillería. Se rodaría como película muda y los actores doblarían después sus propias voces. Pero mientras se filmaban estas tomas, el equipo de producción cambiaba de cabeza cada tres días por diferencias irreconciliables, Fellini se liaba a golpes con los soldados ebrios de Piazza Barberini y Rosselini resistía el acecho de agentes del viejo régimen fascista que pululaban por las locaciones. La única columna que daba seguridad a todo el proceso era la fuerza de voluntad de sus artífices.

El director Carlo Lizzani, que participó como técnico cuando tenía 22 años, reconstruyó los pormenores en Celuloide, una película de 1995 que contó con el apoyo de los guionistas Pirro y Scarpelli. En él Rossellini es un malabarista ingenioso para administrar los escasos recursos, además de un seductor tan eficaz como su don de gentes, lo que finalmente le valió mantener a flote la nave. Amidei es un tipo endurecido por la guerra, intransigente aún en cosas triviales. Anna Magnani se atormenta pensando en el amor y sus posibilidades. Fabrizi llora al leer el guión de Roma… y se pregunta cuál será el destino de la comedia después de la guerra. Todo en medio de textos que de pronto se disparan como lecciones a considerar: “En el cine nada es seguro” (Rossellini), “Los actores nunca decimos la verdad” (Magnani), “Por favor, no use su inteligencia para ser estúpido” (Amidei al productor Pepino Amato).

Su estreno en Italia, en 1945, reportó críticas funestas. La película iba en contra del estándar cinematográfico en vigencia: la luz era deficiente, la imagen deplorable -a causa del material caduco-, la historia era demasiado realista y las torturas de los nazis apenas tolerables. El público no estaba habituado a ver gente común en roles protagónicos y mucho menos escenarios reconocibles. En fin, calamitoso. Pero el cine italiano tiene más de una impronta fantástica en sus pliegues. Si se mira con atención, está salpicado de ofuscación y delirio, y se sabe que cuando ambos confluyen sobrevienen los milagros más inverosímiles.

Rossellini había decidido forzar la aceptación del filme rodando algunas escenas más que se insertarían convenientemente, cuando las luces se cortaron de improviso. Lo que sigue a continuación ha sido narrado en mil versiones donde los personajes difieren en detalles, pero la historia es la misma: un soldado norteamericano –ebrio en algunos testimonios, miope en otros, fugitivo de algún cornudo italiano furioso en otro más- tropezó con los cables que alimentaban la cámara y las luces. Tratando de evitar cualquier incidente, Fellini lo hizo ingresar y el hombre quedó fascinado. Se presentó como Rod E. Geiger, aseguró ser productor y pidió una copia del filme para distribuirlo en América.

Geiger jugó un papel decisivo en el impacto de los filmes italianos en el exterior. Si de la editora de libros Carmen Balcells se dice que inventó el Boom Latinoamericano, bien podría decirse lo mismo de Geiger y el cine italiano inmediato al fin de la guerra. Su colaboración es más tangible y verosímil que la misteriosa condesa-mecenas de Rossellini, pero de ambos los estudios se han ocupado bien poco y nada. El caso es que el tipo se llevó una copia de Roma, ciudad abierta y se presentó en las oficinas de la pequeña firma Mayer-Burstyn, que para 1945 y para efectos de esta increíble historia, seguía porfiando la distribución de filmes en Estados Unidos y Europa.

Mayer y Burstyn debieron reconocer el valor artístico de la pieza, porque aceptaron firmar un contrato con Rossellini y estrenaron la película en el World Theatre de Nueva York, que era más una sala de arte que un cine comercial, en 1946. Los especialistas celebraron el acontecimiento y reseñaron que su espíritu humanista y su estética decadente eran una compilación de los aires que corrían en la Europa de postguerra. Pronto se convirtió en un suceso de crítica y taquilla que también se reprodujo en el viejo continente, incluso en Italia, donde se reestrenó con creces.

Para la anécdota queda la estrategia de promoción y el cartel comercial difundido en Estados Unidos, en el que podía leerse una inscripción que decía “Más sexy de lo que Hollywood nunca se atrevió a serlo”, junto a un fotograma de dos mujeres abrazadas y otro de un guerrillero herido. Pero visto a la distancia, parece el marco ideal para una película particular que consiguió carta de ciudadanía mundial para el cine italiano y que inauguró uno de los movimientos más sonados del siglo XX.

La realidad en un espejo

Aunque Rossellini es considerado padre del Neorrealismo, cierto es que aquella representación del día a día, a caballo entre la ficción y el documental, venía macerándose desde hace algunos años. El gran mérito de Roma, ciudad abierta fue dar con la fórmula definitiva.

Desde 1935, en las columnas anarquistas de la revista L’Italiano, que animó tremendamente y por muchos años la vida político- cultural italiana, su fundador Leo Longanesi invocaba: «Hay que bajar a la calle, a los cuarteles, a las estaciones: sólo así podrá nacer un cine realmente italiano». Longanesi era muy hábil para alentar movilizaciones con su lengua corrosiva y su ironía cortante, pero en este punto sólo lo siguió Cesare Zavattini, quizá el padre más querido del cine de la península, quien modelaría esta suerte de manifiesto a lo largo de películas como Daró un milione (1935), Una famiglia impossibile (1940) y La porta del cielo (1945), ya con De Sica. El concepto del neorrealismo debe muchísimo a la doctrina zavattininana del seguimiento, es decir, filmar lo cotidiano sobre el hombro de personajes escogidos entre la gente común para convertir los hechos corrientes en una historia.

La ascendencia de Zavattini –que en muchos casos fungió como guionista- marcaría la obra de otros cineastas que aportaron al proceso. Alessandro Blasetti rodó películas como Tierra madre (1931) y La mesa de los pobres (1932) donde el impulso ‘realista’ es evidente en su afán por desmitificar el país ideal que difundía el régimen fascista. Vittorio de Sica, por su parte, minó el decoro y la gesta ejemplar con Los niños nos miran (1942), otorgándole protagonismo a personajes hasta entonces impensables: una mujer adúltera, un marido suicida. Pero ambos, todavía, bajo los convencionalismos estéticos y calculadamente profesionales. Luchino Visconti iría tres pasos más allá. Su versión de El cartero llama dos veces, titulada Obsesión (1943), se rodó a orillas del río Po, con lo cual ingresaba a la gran pantalla la Italia verdadera, famélica, miserable y sometida a una policía persecutoria.

Incluso el mismo Rossellini transitó ese camino de ensayos. Antes de la guerra había rodado algunas piezas breves que le granjearon cierto reconocimiento, pero sobre todo la admiración de Vittorio Mussolini, hijo del Duce, quien durante la guerra le encargaría dirigir algunos trabajos con temas patrióticos. De esta época se sabe poco, más allá de las continuas diferencias con Mussolini, para quien las ideas del director resultaban demasiado lejanas del pueblo. Para el proyecto de la guerra de Abisinia, por ejemplo, Rossellini había encargado a un inescrutable Michelangelo Antonioni la elaboración del guión; pero lo que más desorientaba al hijo del Duce era que a pesar de tratarse de ficciones, el estilo no difería mucho del documental, con poca acción y muchas tomas contemplativas de escenarios naturales.

El Neorrealismo, así, fue la feliz coincidencia de diversas contingencias de la guerra. La escasez de medios y la falta de platós después de 1944 hizo que se rodara en las calles y esto se convirtió en una suerte de sello del neorrealismo, que de tales limitaciones extrajo una inusitada carga testimonial. Los lentes se enfocaron en el sujeto de a pie, en el tipo común desprovisto de habilidades especiales y códigos invulnerables, para después pasar a otro, y a otro más, siempre montando una especie de coro que daba cuenta de los hechos y la indolencia de las autoridades.

En cierto modo, el neorrealismo se presentó como una elongación del verismo, que representó exageradamente cada escena de la vida diaria de la República de Weimar, desde el fin de la Primera Guerra Mundial hasta el advenimiento del nacionalsocialismo (1918-1933). El verismo fue la respuesta pictórica a la crisis de entreguerra de artistas como George Grosz, Rudolf Schlichter y Otto Dix, que con duros trazos reprodujeron, por ejemplo, a los mutilados. Como ocurriera con los veristas, para este nuevo cine no era necesaria una técnica perfecta, ni siquiera un resultado estéticamente bello. “El realismo no es más que la forma artística de la verdad –decía Rossellini- Cuando la verdad es reconstituida, se alcanza la expresión. El objeto de una película realista es el mundo, no la historia, no el relato”.

La experiencia dolorosa de la guerra encontró en este cine una eficaz representación. En Sciusciá (1946), Vittorio de Sica retrata los estragos de la guerra en los más débiles, con Paisá (1946), Rossellini presenta un fresco de la sacudida Italia del 44, mientras Giuseppe de Santis ambienta las agitaciones de bandidos y campesinos en el norte de Italia con Caza trágica (1947). La deriva moral de un pueblo se sintetizará en el suicidio de un niño en Alemania, año cero (1947); la impotencia de muchos padres se compartirá en una sala de cine a la luz de Ladrón de bicicletas (1948); Visconti agregaría a estos lienzos tintes marxistas como respuesta a la frustración en La tierra tiembla (1948) y con Arroz amargo (1949) De Santis ensayaría el melodrama y la pasión carnal.

Las últimas luces

Aunque se gestó en medio de duras condiciones sociales, el neorrealismo no fue un cine político, el activismo jamás fue su divisa, en todo caso, su compromiso fue lograr la crónica social de un tiempo. Pero pronto pasó de ser una corriente a convertirse en una especie de moda. Cuando el celuloide ya podía comprarse a discreción, incluso el negativo a color, los directores seguían filmando en blanco y negro, con material vencido, a fin de lograr ese efecto de cine pobre. Para 1951, Luchino Visconti sentenciaría la inminente extinción del neorrealismo. En Bellisima se sirvió con sutil ironía de la propia Anna Magnani para representar a una madre que lleva a su hija a Cinecittá con la esperanza de convertirla en actriz, visto que cualquiera podía alcanzar el estrellato. En el filme entran en franca colisión, además, el cine formalmente profesional y aquél regido por lo espontáneamente natural. El cine italiano entraba en una nueva etapa.

En los años cincuenta, Italia asiste a una progresiva esterilización del movimiento neorrealista. La impronta filoestadounidense del democristiano Alcide De Gasperi propició una decidida restauración condicionada por el Plan Marshall, con lo cual los modelos de solidaridad posbélica se rompieron y la re-industrialización del cine se estructuró de acuerdo a ciertos indispensables, entre ellos la materia de sus historias. La política cultural apuesta por el optimismo capitalista y la exposición de las penurias de un pueblo vencido comienza a ser vista con fastidio por el poder.

Vittorio de Sica lo viviría en carne propia al estrenar Umberto D (1952). La soledad miserable de un anciano a la deriva en una Roma que busca sacudirse del horror de la guerra, resulta casi insufrible, disonante con las promesas de crecimiento y mejora propulsada por los Estados Unidos. El conservadurismo clama por otros vientos que refresquen las penurias demasiado impiadosas que se proyectan. Algunos, como De Sica, advierten esto e inician una nueva etapa, más a tono con el ambiente, pero otros porfían todavía, incapaces de descifrar las contradicciones de una sociedad en rápida transformación.

Por otro lado, desde el partido moderado se promovieron leyes como la de Andreotti, que negó, entre otras cosas, el derecho a la exportación a las producciones en cooperativa. Y las distribuidoras, cada vez más partícipes de la órbita estadounidense, empezaron a reclamar ciertos estándares de calidad en la imagen, el sonido y el color.

A estas alturas, el neorrealismo puede considerarse agotado. El devenir de hombres como Rossellini continuaría, pero con resultados irregulares, siempre deudores de un cine que se quedó sin piso. Stromboli (1951), Europa 51 (1952) y, el más logrado, Viaje a Italia (1954) se inclinan al pesimismo y la desconfianza en el progreso, pero son apenas cometas extraviados o estrellas fugaces que sólo advierten los entendidos, o los que todavía quieren mirar al cielo. La sofisticación de la nueva burguesía intentará reflejarse en el cine, con nuevas propuestas estéticas, nuevas historias con raptos de expresionismo y fantasía que encontrarán en La dolce vita (1960) un nuevo hito.

ALPERT, Hollis. Fellini. Javier Vergara Editor S.A. Buenos Aires, Argentina. Traducción de Floreal Mazía. 1988.

LIZZANI, Carlo. Celuloide. Dirigida sobre argumento de Ugo Pirro y Furio Scarpelli. Italia, color, 110’. 1995.

MICHELONE, Guido. Invito al cinema di Rossellini, Milano, Mursia, 1996.

VERDONE, Mario. Storia del cinema italiano. Roma, Newton Compton, 1995.

Publicado en Tren de sombras # 5. Revista de Cine de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Año 3, 2006.

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