El héroe como demonio. A propósito de los asesinos en serie de la ficción televisiva

1. El villano que fascina

Jack “el destripador” y H.H. Holmes son los emblemas de la fascinación social por el asesino. En el caso del primero, tanto en Inglaterra como en los Estados Unidos, los penny bloods y las dime novels editaron hasta la saciedad materiales que explotaban la notoriedad del asesino, desatando una fiebre alentada por el negocio: recorridos guiados a los lugares del crimen y recreaciones de los asesinatos en peep shows, donde a cambio de unas monedas se podía observar la escena a través de un agujero. Con H.H. Holmes no pasó algo diferente, se convirtió en un producto de consumo bastante lucrativo: exhibiciones de su efigie en museos de cera, freak shows y reproducciones a escala de la casa de Holmes, conocida como The Castle, después de que ésta fuera incendiada para conocer su cámara del horror y los artilugios que utilizaba para cometer sus asesinatos. Muchos años después, la fascinación sigue vigente.

El asesino en serie está de vuelta, como a fines del siglo XIX se ha convertido en un producto rentable y en boga para la industria del entretenimiento; es un tópico casi ubicuo para la ficción, prolífico y capaz de atravesar distintos formatos con el mismo éxito, incluso fuera del género que tradicionalmente lo albergara (el policial). Los serial killers parecen haberse emancipado para formar su propia y fascinante cofradía. El último producto célebre es Dexter, pero no se trata de un fenómeno aislado. Los asesinos en serie constituyen un sólido corpus narrativo que circula en películas, libros, videojuegos, cómics y, por supuesto, series de televisión. Antes de Dexter (a quien las promociones televisivas y los foros en la web sindican como “Nuestro asesino en serie favorito”) Hannibal Lecter fue el centro de la fascinación, gracias a su carisma y sus modos de caníbal exquisito y cosmopolita. Después de él han seguido muchos más, como Patrick Bateman, surgido de las páginas de American Psycho, o Clifford Banks, de la serie Murder One, sólo por mencionar algunos, con perdón de tantos otros émulos aparecidos en series como Bones, Twin Peaks, Millenium, Profiler o Epitafios.

El cine nos ha provisto de representantes notables que se han esforzado por sostener el boom iniciado por Lecter a principios de los años noventa. Pensemos en títulos recientes como: No country for old men, Zodiac o Sweeney Todd, The Demon Barber of Fleet Street. Pero la televisión es, sin duda, la vitrina más dinámica. De hecho, las series se han encargado de convertirlos en protagonistas de excepción (Dexter, Criminal Minds), en infaltables convidados de los dramas policiales (tomemos como ejemplos al “asesino de las miniaturas” de C.S.I. o “el hombre apacible” de Cold Case) e incluso de productos que no giran específicamente alrededor de ellos y escapan al género (The 4400, Deadwood, Prision Break y Heroes). Si a ello le agregamos que las series de hoy ya no sólo se emiten y consumen en la pantalla chica, sino que han encontrado en la web, en los motores de descarga como el P2P, en los fans groups y los foros, un poderoso aliado para aumentar a millones el número de seguidores, encontraremos que se trata de un producto de gran alcance e inmensas posibilidades de mercadeo. Es a propósito de este éxito que quiero ocuparme de algunas constantes y variables de este tipo de ficción que, como se verá, forma parte de una narrativa fecunda y cada vez más amplia.

2. El héroe como demonio

Las historias de asesinos en serie se enmarcan en la tradición de las narrativas que tienen como protagonista a un demonio, un ser que en sus acciones contrasta de manera subversiva con las prácticas sociales, mentales e ideológicas de su tiempo. El demonio se construye en el imaginario colectivo sobre la base de consideraciones negativas, herencia de las leyendas tribales y del sobredimensionamiento que le otorgó el cristianismo, pero desde la Ilustración su figura se ha actualizado permanentemente para dar cuenta de los miedos que nos poseen. Específicamente, a partir del romanticismo, el demonio evoluciona hasta ser abrazado como protagonista, pues no solo es depositario de las turbaciones colectivas, sino que también permite exorcizar, de manera vicaria a través de la ficción, los miedos del entorno inmediato.

El demonio es calificado de común como un “monstruo”, palabra particularmente reveladora por cuanto su origen derivado del latín mostrare, significa mostrar, revelar. El monstruo evidencia no sólo los temores de un momento histórico, sino también las represiones de ese tiempo. Para Edward Ingebretsen, los monstruos son agentes del statu quo, pues contribuyen a cierta pedagogía por la cual los individuos aprenden lo normal y lo anormal, lo permitido y lo prohibido, el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto. Para Ingebretsen, cada discurso (político, religioso, etc) crea monstruos particulares cuya apariencia y acción se difunden de manera virulenta como la propaganda y acaban justificando la aplicación de mecanismos de defensa del statu quo, así como la legitimación de las jerarquías y preceptos que rigen el orden social (Ingebretsen:1998).

Siguiendo a Isabel Santaularia, “los monstruos son moralejas andantes (…) los comportamientos transgresores se traducen en destinos fatales que comportan marginación, ostracismo, soledad, encarcelamiento o incluso muerte” (Santaularia:2008). Pero los monstruos son también válvulas que nos permiten liberar la represión a la que debemos someternos como seres civilizados. Los monstruos se erigen, entonces, como seres profilácticos sobre quienes la sociedad descarga sus angustias. Por ello han adquirido distintas formas con el paso del tiempo, porque desde las criaturas mágico-religiosas, los deformes físicos y espirituales, los despiadados de prácticas abyectas, hasta los monstruos mutantes del tecno-horror, dan cuenta del tiempo en que fueron concebidos. Y el tiempo se ha encargado también de promoverlos de villanos a héroes, aún cuando se prefiera para ellos la etiqueta de antihéroes.

Los antihéroes están dotados “de una individualidad dramática y una verosimilitud que el lector no tiene necesariamente que compartir, sino solo comprender” (Bal: 1999). Quizá por eso el romanticismo convirtió al monstruo en un sujeto poderoso y bello que perseguía mujeres etéreas por países imprecisos, a través de túneles y castillos, paisajes laberínticos y villas fantasmales. No era el deseo de ver sancionada la maldad lo que movía a interesarse por esos monstruos, sino la fascinación empática que provocaba en los lectores.

Las bases teóricas de esto quizá haya que buscarlas en Edmund Burke, para quien todo aquello que de alguna manera contribuyera a excitar las ideas del dolor, es decir, todo aquello que resulte terrible de algún modo, era fuente de lo sublime. El estandarte obvio es Lord Byron. Sus personajes fueron héroes y lo fueron en un sentido bien distinto del que se había visto hasta entonces, pues eran renegados, disidentes, rebeldes que cerraban tras de sí las puertas de la reconciliación social. La superioridad de estos héroes era evidente en su capacidad de sufrimiento, ya que la dimensión de su dolor no tenía comparación con la pena vulgar. Se trata de seres orgullosos, capaces de vivir su diferencia de forma arrogante. Como señala Rafael Argullol, “conscientes de su superioridad, se alzan sobre las normas y las desprecian. Si la sociedad reniega de ellos y los acusa, ellos devuelven el ataque y reconocen su grandeza en la magnitud de sus enemigos” (Argullol: 1999).

El héroe como demonio es un héroe-villano cuyo gen podríamos rastrear en el Satanás de Milton, “de belleza decaída, de esplendor ofuscado por la melancolía y la muerte”; evolucionaría con Schedoni, el personaje de Ann Radcliffe, cuyas características son “el impenetrable silencio, la severa reserva, el amor a la soledad… los remordimientos de una conciencia turbada”; y se perfeccionaría a manos de Byron, que lo convierte en un sujeto “de amargo desprecio hacia todas las cosas, como si le hubiese sucedido todo lo peor que podía suceder y que permanecía como un extranjero en este mundo de vivos, como un espíritu errante arrojado de otro planeta” (Praz: 1969). La figura del demonio a partir de entonces va a estar marcada por la ambigüedad. Las historias nos contarán que son violentos y amenazantes, pero a la vez que sufren y son perseguidos, que perturban el orden y son sancionados, pero que el orden no será el mismo después de ellos, porque el demonio será parte constitutiva de la vida moderna.

La representación más emblemática de esta presencia del mal quizá sea Drácula, de Bram Stoker, aristócrata rumano y vampiro al que los ilustres londinenses abren sus puertas para darse de bruces con el horror. “Drácula ofrece un modelo estimable de relato relacionado con el ciclo maligno, un esquema perfectamente aplicable a las múltiples variantes del intruso destructor” (Balló:75), esa amenaza fantasma que siempre ha acechado en todas las épocas, desde el descuartizador de Whitechapell hasta los extraterrestres malignos de la moderna ciencia ficción.

3. El estatuto de los serial killers

Siguiendo la línea de esta tradición, uno de los monstruos más recurrentes en las series de televisión (y la ficción en general) de los últimos tiempos es el serial killer. Un monstruo surgido de los embates de una modernidad compleja, dura, supuestamente científica y racional, con las respuestas necesarias para alcanzar la utopía, pero que alberga al mismo tiempo irracionalidad, contradicción y parece macerar una distopía implacable. No en vano estos monstruos gozan de su mejor salud en estos tiempos que llamamos postmodernos, especialmente críticos con el discurso de la modernidad.

Aunque el primer asesino en serie de ficción es obra de Robert Louis Stevenson, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, el término serial killer recién se popularizará a finales de los años setenta del siglo XX, gracias al trabajo de Robert K. Ressler, el famoso especialista de la Unidad de Ciencias de la Conducta del FBI (Behaviour Science Unit, BSU) quien fuera el primero en estudiar sus actuaciones. Los serial killers son particulares y se distinguen de los otros asesinos múltiples que reconocen los expertos: los asesinos en masa y los asesinos recreativos o excursionistas. Los primeros estallan en una acción despiadada –por lo general es una sola- que da cuenta de muchas vidas. Los ataques son rápidos y atacan indiscriminadamente. Actúan en lugares públicos y no tienen intención de eludir la captura, por lo que siguen con el terror hasta que son abatidos o se suicidan. Su ataque suele ser la respuesta a un desequilibrio producto, la más de las veces, de algún tipo de rechazo. Los asesinos recreativos, por su parte, son aniquiladores sistemáticos, violentos, no existe planificación en sus acciones, matar les gusta, como puede gustarles pescar, coleccionar estampillas o ir al fútbol; son crueles, su violencia es espontanea y se valen de ello para conseguir dinero o lo que deseen. Son nómades, actúan durante días o semanas en un lugar para luego desaparecer intentando evadir a la policía.

El serial killer es un asesino horrendo, sus víctimas no son tan cuantiosas, pero compensan el número con el espanto. Matan a una persona cada vez –aunque existen excepciones-, estudian y planifican el crimen de manera obsesiva; practican un mismo modus operandi que se convierte en su firma, son rituales en su práctica homicida, la que conciben como un arte y a la que prodigan sofisticación y perfección. Sus víctimas no son escogidas al azar, sino que pueden confraternizar con ellas e, incluso, establecer lazos afectivos. Entre un crimen y otro establecen un periodo de “enfriamiento”, para reaparecer con el horror aumentado y la precisión afilada. Son sujetos que actúan por motivaciones personales, íntimas, de muy diversa índole. La violencia y el sadismo que pueden emplear no son el fin en sí mismo, sino el medio para conseguir enmendar algo que consideran errado, para cumplir la misión que creen les ha sido encomendada o para satisfacer sus propias carencias o deseos desbocados. Pero quizá la marca principal sea su “invisibilidad”. Además de los cuerpos, cuando estos son abandonados o expuestos intencionalmente, no hay vestigios, rastros, indicios, pistas, conexiones lógicas o consistentes que permitan predecirlo, adelantarlo o neutralizarlo. Normalmente, dar con ellos suele ser un trabajo duro que no siempre se ve coronado por el éxito.

Esta invisibilidad es la que ha hecho que la ficción recurra a representaciones sobrenaturales para presentar al asesino (deformes, cyborgs, hombres bestia, etc). La monstruosidad del asesino en serie se traduce la más de las veces en una monstruosidad física y el hecho de que algunos de estos monstruos sean hombres o mujeres bien parecidos, no hace sino amplificar la monstruosidad, pues acrecientan la sensación de incertidumbre e instalan la sospecha alrededor.

A partir de esta matriz, la ficción ha confeccionado historias que tienen a los asesinos en serie como ejes centrales y, aunque no son homogéneas, comparten características distintivas que hacen que las agrupemos bajo la etiqueta de “thriller de asesinos en serie”. Voy a apoyarme en el texto de Isabel Santaularia, El monstruo humano. Una introducción a la ficción de los asesinos en serie (Santaularia: 2008), para hacer inventario de las cualidades de una narración forjada en los mismos hornos de la tradición detectivesca.

4. El modus operandi de la ficción

En las tramas de los thrillers de asesinos en serie la investigación es el centro neurálgico de la acción. A menudo, la historia abre con un asesinato sangriento que la policía vincula con otro de características similares y así se establece una serie cuyas peculiaridades derivarán en el bautizo o nombre que se le asigne al asesino. A partir de aquí, el trabajo del detective consistirá en examinar los cuerpos de las víctimas y las escenas del crimen para deducir un patrón de comportamiento criminal, entender su mente y encontrar pistas que lleven a su captura. El detective es con frecuencia un agente del FBI experto en perfiles psicológicos o un patólogo forense. Si es un agente de policía, tiene algún tipo de preparación especializada o depende del trabajo de un equipo experto en materias relacionadas a los crímenes. El conocimiento especializado no sólo es necesario para capturar al asesino, sino también para acumular pruebas que aseguren una sentencia. Quizá la técnica más empleada en este trabajo es la del perfil psicológico. En algunas historias, como en las series Profiler o Criminal Minds, los detectives son capaces de deducir la identidad del asesino elaborando perfiles después de estudiar las escenas del crimen.

El detective de estas historias suele ser un hombre o una mujer desilusionado con la vida por razones emocionales o por haber vivido experiencias traumáticas en un pasado más o menos reciente. Todo esto participa e incide en la práctica profesional de los protagonistas, que tienden a exorcizar su pasado, o presente, luchando estos monstruos que resultan alegorías íntimas de sus turbaciones. Los detectives suelen ser infalibles y al final de la historia el asesino en serie es capturado o eliminado (aunque hay excepciones notables). Los detectives de los thrillers de asesinos en serie pagan un precio muy alto por verse involucrados en el proceso de investigación. “Ganan en experiencia y conocimiento, pero pierden su inocencia en el camino”, como señala Santaularia.

La integridad moral de los protagonistas se ve comprometida durante la investigación. En algunos casos, las víctimas del asesino en serie son criminales y los detectives son reticentes a su captura. En otros, los crímenes son tan aberrantes que los detectives desearían verlos muertos y, por lo tanto, se sitúan en el mismo plano moral que los asesinos. En algunas otras, los detectives se convierten en verdugos. En cualquier caso, el detective de las historias de asesinos en serie se encuentra en una encrucijada moral, obligado a plantearse si detective y asesino son las dos caras de una misma moneda y si, dadas las circunstancias, los papeles podrían invertirse.

Aunque hay excepciones, los crímenes son urbanos y, en los thrillers de asesinos en serie, la ciudad se caracteriza por su decrepitud, pobreza y alto índice de criminalidad. En estas historias, el crimen se presenta de manera estética, como si se tratara de una forma artística equiparable a la de cualquier disciplina de la plástica. Santaularia concluye, a la luz de tratados clásicos como Del asesinato considerado como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey (1827) o El simple arte de matar de Raymond Chandler (1944), que los seguidores de estas ficciones no se instalan únicamente en el plano moral, sino que esperan que el asesinato sorprenda, ofenda y plantee cuestiones relevantes sobre la sociedad, el asesino o la naturaleza humana. Los autores de thrillers de asesinos en serie, dice Santaularia, “saben que el éxito de la narración depende no sólo de la caracterización, construcción del argumento o la densidad descriptiva, sino de la habilidad que puedan desplegar para presentar los crímenes como obras de arte, tal cual lo considera el asesino de la vida real”.

Sea cual sea la motivación o el tipo de víctimas contra las que arremete, los serial killers son personajes que escapan a las normas de lo aceptable y decente y su función argumental es la de generar miedo. Por tanto, las producciones se valen de una serie de recursos con los que acentúan y magnifican su peligrosidad y, con ello, su capacidad de asustar y mantener a la audiencia en tensión. Algunos de estos recursos son: presentar a los asesinos en serie como gente corriente y que, por tanto, podrían ser cualquiera, incluso alguno de nuestros familiares. Su invisibilidad y su capacidad de pasar desapercibidos los hace temibles ya que son personas que cometen actos terribles mientras conviven entre nosotros sin ser detectados. Los crímenes del asesino en serie se describen de forma detallada y suelen ser macabros y atroces. Suelen involucrar también prácticas tabúes como son canibalismo, incesto o necrofilia. En estas narrativas, los asesinos en serie se presentan como seres fríos y calculadores, incapaces de sentir lástima por sus víctimas. Son seres inhumanos, sin moral, que disfrutan provocando sufrimiento y matan por placer. Relacionado con este punto, se enfatiza también la capacidad de los asesinos para matar a un gran número de víctimas antes de su captura, si son organizados y saben cómo eludir a sus perseguidores.

Los thrillers de asesinos en serie son enfáticos al señalar que la línea que separa la bestialidad y la atrocidad del comportamiento moral y aceptable se presenta como tenue y hay momentos en los cuales incluso el detective se cuestiona su propia humanidad y se plantea su potencial para la aberración. La violencia de estos monstruos genera sentimientos de rabia que, a su vez, despiertan la agresividad y los instintos asesinos de aquellos que los persiguen. Estas narrativas no escatiman detalles a la hora de poner en evidencia los fallos del sistema, tan degradado como la mente de los asesinos. Es habitual presentar a los serial killers como surgidos de un ecosistema corrupto que ha alcanzado límites tremendos como para generar mutaciones atróficas que se escapan de lo tolerable y permisible. En muchas de estas historias, las instituciones que, en teoría, están a cargo de proteger y cuidar a los individuos son deficientes e incluso generan comportamientos patológicos. De hecho, las psicopatologías de los asesinos se desarrollan en el seno y como resultado de instituciones disfuncionales, sobre todo la familia. La imagen que emerge de la familia en estas historias no guarda relación con las hermosas y simpatiquísimas familias de las comedias familiares. De hecho, la violencia y el abuso no son ajenos y se muestran crudamente, bajo el manto protector la privacidad doméstica que los hace invisibles.

En algunas ocasiones, la causa de la patología del asesino va más allá del entorno familiar y se origina en instituciones sociales incapaces de preservar la seguridad de los más débiles y necesitados. Pero también es común encontrar casos que se alejan del modelo patológico para explicar o comprender al asesino y en muchos casos eso no interesa. Como señala Santaularia, en las últimas ficciones de asesinos en serie “las psicopatologías dejan de ser cuadros médicos generados por disfunciones sociales y se convierten en facetas de nuestra propia naturaleza: el hombre se presenta como bestial”.

Pero pese a todo lo anteriormente descrito, estas ficciones presentan el horror como algo excepcional. La familia no es un fracaso disfuncional; simplemente existen algunas familias anómalas en el seno de las cuales emergen comportamientos aberrantes. No hay gobiernos corruptos; sólo políticos corruptos. Hay más policías buenos que malos. Y, sobre todo, siempre hay hombres y mujeres dispuestos a librar la batalla para proteger nuestras familias, instituciones y valores de los locos psicópatas que causan estragos y ponen nuestras vidas en peligro mortal. En este sentido, la marca de género del policial, que sobre el final restaura el equilibrio, no ha sido borrada… aunque pueden existir excepciones. El último serial killer no ha sido capturado aún.

5. El slasher y el psico-horror

Otras dos variaciones narrativas que se construyen alrededor de un asesino en serie son el slasher y el psico-horror, a los que quiero dedicar unas líneas para terminar de presentar el panorama ficcional de los serial killers. Ambas tienen peculiaridades en las que ameritaría detenerse, sin embargo, a modo de resumen apretado podemos señalar lo siguiente: el slasher es hijo del cine de terror, en estas historias el asesino se dedica a perseguir y matar uno a uno a un grupo de adolescentes hasta que es derrotado, la más de las veces por una mujer que sobrevive a los asesinatos. En el slasher, los asesinos son auténticas moledoras de carne, máquinas de matar. De hecho, eso se espera de ellos en estas narraciones que cuentan con muy poco desarrollo dramático de personajes y, en cambio, bastante detalle en lo concerniente a las peripecias de muerte. No existe la investigación, ni la crítica social o la exploración en las razones que mueven al monstruo a matar, apenas se ofrece como información un acontecimiento traumático del pasado del killer que opera como gatillo de su proceder. Lo que sostiene al slasher es el espectáculo de la muerte[1]. Se trata de historias dirigidas a un público adolescente deseoso de sensaciones extremas. Es una veta bastante vilipendiada por la crítica por violenta, repetitiva y misógina (hermosas jovencitas semidesnudas mueren a manos de este asesino que disfruta particularmente con el género femenino). Sin embargo, igual que el cine gore, cuenta con cultores que lo estudian como objeto cultural susceptible de lecturas e interpretaciones de un tiempo particularmente aciago.

El psico-horror, por su parte, se interna en la mente de los asesinos en serie y confronta al público con las acciones criminales sin que medie filtro moral. Ellos son los protagonistas de la acción, lo único que importa. Su intención es retratar la maldad en estado puro, explorarla, desagregarla, al punto que incluso las acciones más ingenuas se ponen en tela de juicio y cuestionan la veta humanista que considera que el hombre es un ser esencialmente bueno. Lo que hoy denominamos psico-horror parece ser una actualización del espíritu gótico, pues pretende horrorizar y lo hace desafiando –como los románticos del siglo XIX- nuestras propias convenciones morales, estéticas, sociales, permeando todo de una sensación enrarecida que difumina límites, prohibiciones, justificaciones, para instalarnos en una visión del mundo que puede discutirse en cuanto a su legitimidad, pero no a su posibilidad. En estas narrativas, el asesino no siempre genera alarma social, la trama detectivesca no existe o es absolutamente secundaria. Las andanzas y reflexiones del asesino en serie marcan la narración. A través de una focalización interna-fija, asistimos a los crímenes como testigos de excepción, pero no se trata de un espectáculo al estilo del slasher, sino de una experiencia, sobre todo, cognitiva.

La serie de televisión Dexter es el arquetipo ilustrativo. Es la historia del personaje del mismo nombre que de niño fue brutalmente reeducado por su padre al ser descubierto en plena matanza de animales. De adulto, y ya convertido en forense de la policía, Dexter emprende una cruzada personal para eliminar a homicidas cuyos crímenes atentan contra sus códigos del buen matar, si cabe el término: violadores, pedófilos, depredadores sexuales. Su modus operandi consiste en atarlos a una mesa y descuartizarlos mientras están vivos. De la escena del crimen se lleva un souvenir: unas gotitas de sangre que perpetúa entre dos pequeños vidrios y que esconde en los ductos de ventilación de su departamento. Aquí, el clásico planteamiento de la serie policial en clave de blanco o negro, de bueno o malo, ha movido su centro de gravedad a las áreas grises, a los recovecos turbios de la mente humana.

El psico-horror, como señala Santaularia, es una narrativa crítica, acaso la más oscura de las vertientes del asesino en serie: “La vida, tal como se refleja en estas historias, es una secuencia de acontecimientos sin sentido en una sociedad caracterizada por el vacío moral que nos insensibiliza hacia la violencia y no es capaz de ofrecer ningún tipo de consuelo ni explicación trascendental” (Santaularia: 2008). Acaso esa explicación sólo esté en nosotros mismos y tal vez sólo haga falta enfrentar el espejo y concentrarse seriamente hasta atravesar el vidrio y mirarnos el alma.

Bibliografía

ARGULLOL, Rafael. El héroe y el único: el espíritu trágico del romanticismo. Madrid: Taurus. 1999.

BAL, Mieke. Teoría de la narrativa. Madrid, Cátedra, 1999.

CASCAJOSA, Concepción. “No es televisión, es HBO: la búsqueda de la diferencia como indicador de calidad en los dramas del canal HBO”. En: ZER. Revista de estudios de la comunicación. Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación de la Universidad del País Vasco. N° 21, 2006. (Disponible en la web: http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2238742)

INGEBRETSEN, Edward. “Monster-Making: A politics of persuassion”. En: Journal of American cultura. N° 21. Issue 2, 25- 34. 1998. (Disponible en la web: http://onlinelibrary.wiley.com/doi/10.1111/j.1542-734X.1998.00025.x/abstract)

PRAZ, Mario. La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica. Venezuela: Editorial Arte. 1969.

SANTAULARIA, Isabel. El monstruo humano. Una introducción a la ficción de los asesinos en serie. Barcelona, Laertes, 2008.

THOMPSON, Robert. Television’s Second Golden Age: From Hill Street Blues to ER. Syracuse, NY, Syracuse University Press, 1997.

TOUS, Anna. La era del drama en televisión. Barcelona, UOC Press, 2010.

[1] El término slasher denomina en inglés los desgarros de carne producidos por un cuchillo.

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