El boom dramático de las series de televisión ha despertado tal fascinación que historias como Mad Men, Braking Bad, The Killing o Dexter, por citar algunas, se han convertido en imprescindibles dosis de ficción que el público consume a diario[1]. Se trata de historias que desbordan la pantalla e inauguran prácticas interactivas nunca antes vistas, todo esto en el marco de una lógica transmedia donde los espectadores no están supeditados a la programación, los canales de pago o las re emisiones, sino que encuentran en la web un poderoso aliado que hace estallar los programas y aumentar en millones el número de seguidores.
Soy profesor de guión y la pregunta recurrente que enfrento con mis alumnos es: “¿Cómo consigo algo así?”. Yo les digo: “Encuentren una buena historia”. Entonces ellos responden: “No. Lo que quiero saber es ¿cómo hago para que el público monte una página web o desarrolle aplicativos para su smartphone a partir de mi historia?” Los alumnos de guión están fascinados por las formas de consumo de las historias y sus repercusiones, ensayan todo tipo de conexiones, nuevas relaciones entre distintos dispositivos, pero ocurre que ganados por las pantallas a menudo pierden de vista lo que debe ocurrir en las pantallas: es decir, la historia. Rodeados de tanta convergencia, expuestos a tantos estímulos narrativos a la vez, incurren en el reduccionismo de pensar que la multiplicidad de pantallas es una suerte de bálsamo, de fórmula mágica que hará que cualquier relato funcione.
La narración audiovisual en tiempos de convergencia ha cambiado, pero el cambio no consiste en construir una historia para emitirla por distintos soportes, eso puede resultar hasta cierto punto muy sencillo. El guionista de la era digital debe entender la tecnología, conocer sus posibilidades, pero también saber que su trabajo no se ha desentendido de las proposiciones y consideraciones de siempre. Su trabajo consiste en potenciar el drama de tal modo que consiga involucrar a nuevas y distintas plataformas. El negocio no funciona al revés: ningún televidente irá a un computador a montar un blog o continuar las aventuras a través de animaciones caseras si lo que ve en la pantalla no colma sus sentidos, sus emociones y su cabeza. Me encantaría ofrecer a mis alumnos la fórmula exacta para lograr esto, pero no la tengo. Acerca de tecnología ellos siempre llevarán la delantera, de modo que solo puedo alcanzarles este compendio de lo que entiendo son los cambios más sustanciales que comprometen la labor del guionista.
Hay un nuevo espectador
La convergencia ha instalado a los escritores en un paradigma distinto. Hemos pasado de lo no conversacional y pasivo de la experiencia narrativa a la búsqueda de respuesta a las acciones del usuario. Estamos ante un nuevo espectador y, a decir de Jaques Ranciére, es un “espectador emancipado”. Partiendo de la experiencia teatral, Ranciére explica que la emancipación comienza cuando se cuestiona la oposición entre mirar y actuar, cuando se comprende que las evidencias que estructuran de esa manera las relaciones mismas del decir, el ver y el hacer pertenecen a la estructura de la dominación y de la sujeción. Comienza cuando se comprende que mirar es también una acción que confirma o transforma esa distribución de las posiciones. El espectador observa, selecciona, compara, interpreta; liga lo que ve con muchas otras cosas que ha visto en otros escenarios, en otros lugares, en otros soportes narrativos, en fin, en otros sintagmas de distinta índole.
“(El espectador) Compone su propio poema con los elementos del poema que tiene delante. Participa en la performance rehaciéndola a su manera, sustrayéndose por ejemplo a la energía vital que ésa debería transmitir, para hacer de ella una pura imagen y asociar esa pura imagen a una historia que ha leído o soñado, vivido o inventado. De esta manera, son tanto espectadores distantes como intérpretes activos del espectáculo que se les propone” (Ranciere 2010: 19).
De acuerdo con esto, los espectadores ven, sienten y comprenden algo en la medida que componen su propio texto, tal y como lo hacen a su manera actores o dramaturgos, directores de teatro, bailarines. Este fue uno de los aspectos más notables de la serie Lost, que puso en evidencia que el receptor era capaz de asumir simultáneamente varios roles: el de televidentes y el de co- productores del relato, ya que al generar blogs, foros de debate, descarga y circulación de episodios, wikis, infografías y demás, complementaron la experiencia narrativa y la llevaron más allá del televisor. Recordemos, por citar un caso, todo lo que supuso mostrar en la segunda temporada los tintes de un mapa que los fans se apresuraron a subir a internet después de digitalizar la imagen congelada de la pantalla. Cuando ocurrió, las conjeturas acerca del misterio de la isla y la Hanso Corporation estallaron y esto le inyectó una vitalidad inusitada a la serie. Pronto aparecieron más mapas, más hipótesis y una serie de videos caseros colgados en YouTube que aventuraban conclusiones. Si un medio de comunicación se define a partir de la articulación entre un dispositivo tecnológico y una práctica social, Lost demostró que un nuevo hacer televisivo era posible.
Ciertamente, las inmensas posibilidades de la plataforma digital y los fenómenos de convergencia son claves en el boom dramático. Acerca de esto hay mucha información cada vez más interesante, sin embargo, resulta pertinente notar que no se trata solo de plataformas de consumo, también las narraciones se han enriquecido con recursos más allá del marco convencional, integrando y experimentando con herramientas de diversas fuentes para procesarlas y ofrecerlas de manera tal que se instale esa complicidad, esa estructura flexible, donde los espectadores/receptores sean también productores/emisores del relato. Por eso, el gran suceso de Lost no debe medirse en función de cuántas cosas hicieron los espectadores con la serie: el éxito radica en haber logrado una buena historia, con personajes claros, con una eficientísima dosificación de información y con elementos ingeniosos en su trama que lograron involucrar al público y convertirlo en un cómplice narrativo.
La historia no es una, ni es de uno
Todos los productores exigen dos cosas a sus escritores: que la historia sea única, original, nueva… pero, a la vez, igual a las otras que han triunfado. El tiempo que vivimos transcurre cinco mil años después de que el hombre empezó a contar historias, de modo que la originalidad puede resultar una quimera. El guionista de hoy, como cualquier escritor de su tiempo, se esfuerza por interpretar y actualizar las vicisitudes que siempre han desvelado al hombre. La diferencia con otras épocas estriba en que hoy podemos acceder con mayor claridad a los antecedentes y descubrir que Mujer Bonita es la Cenicienta, igual que lo es Jennifer López en la película Maid in Manhattan. La escritura es un permanente remake y hoy más que nunca se practica con la idea de que no hay una sola historia, sino muchas historias, porque se entiende que el punto final nunca será una clausura, sino un eterno punto seguido, una permanente continuación, una reescritura tras otra. Si a esto le sumamos las bondades del 2.0, notaremos que la narrativa está dejando de ser una labor aislada para tornarse inmensamente colaborativa.
La idea del espectador emancipado supone aceptar que estamos ante una instancia que tiene el poder de asociar y disociar. El poder común de los espectadores no reside en alguna forma específica de interactividad, sino en la capacidad “de traducir a su manera aquello que percibe y ligarlo a la aventura intelectual singular que los vuelve semejantes a cualquier otro, aun cuando esa aventura no se parece a ninguna otra” (Ranciere 2010: 23). El espectador asocia en todo momento aquello que ve con aquello que ha visto, dicho, vivido y soñado. No hay una forma privilegiada, así como no hay un punto de partida privilegiado; todos son puntos de partida igualmente válidos, todos son cruces y nudos posibles que permiten aprender algo nuevo si impugnamos ideas como la distancia radical que siempre se ha impuesto entre relato y audiencia, la distribución de roles y, cómo no, las fronteras entre estos territorios. No se trata de trasformar a los espectadores en actores o guionistas, sino en reconocer su saber y su actividad alrededor del relato.
Ahí están los seguidores de Mad Men, que han generado más de un blog donde, a modo spin-off, desarrollan personajes y situaciones que presenta la serie. The Killing es otro buen ejemplo, existe una página web donde aparecen todos los personajes y donde cada quien puede elegir un sospechoso del asesinato de Rosie. Elegir uno implica enfrentarse a una trama diferente, es como una inmensa Rayuela. O recordemos cómo los fanáticos de Lost sincronizaron los distintos niveles temporales de la historia, otorgándole nuevas dimensiones y lecturas a la historia. ¿Quién podría aventurar cuál es el fin o la totalidad de la historia si los espectadores siguen escribiendo a través de stop motions caseros o fan edits (ediciones hechas por fans) y la trama crece y crece cada vez más?
Esto en el audiovisual es una novedad. El lío de los derechos y las regalías no nos han permitido notar que el problema del autor es un tema que erosiona en la era digital. En el teatro, por ejemplo, esta consideración está superada desde hace mucho. Para todos está claro que Sueño de una noche de verano siempre será de Shakespeare, pero que existen tantas versiones como directores, actores, escenógrafos, vestuaristas y demás participen del montaje de la obra. En el audiovisual, en cambio, una película como Inteligencia Artificial no es de Brian Aldiss, autor del libro en que se basa, Los superjuguetes duran todo el verano; tampoco es de Carlo Collodi, de cuyo Pinocho se toman varias referencias; no se consideran las notas de Stanley Kubrick, que preparó el proyecto durante muchos años; sencillamente la película es de Steven Spielberg, el director, cuando en verdad Inteligencia Artificial es de todos ellos y, también, de los seguidores de Blade Runner, por ejemplo, que siguen fabulando con los replicantes. Y de todos los que escriben acerca del futuro.
Pensar en un espectador emancipado entraña mucho más que la idea de integrar o compartir un proceso narrativo. Si nos detenemos en la palabra emancipación –dejar atrás un estado de minoridad- veremos que estamos en medio de un proceso de cambio donde las ideas de cierta modernidad burguesa -donde todo tiene un sitio, una clase, de acuerdo a la función que le corresponde a cada quien y dotado del equipamiento sensible e intelectual que conviene a ese sitio y a esa función- se diluyen en el ámbito cultural para dar paso a prácticas que van más allá de lo que habitualmente hemos entendido como una tensión entre la dominación y la liberación. La emancipación del espectador no consiste en la adquisición de nuevas capacidades, sino en la conquista de las capacidades antes negadas. De modo que estamos ante una victoria que va más allá de la técnica y se instala a nivel del poder.
Todo esto permite afirmar que en la convergencia prima una lógica que dice que la narración es un poliedro infinito. Sófocles y Eurípides modificaron e introdujeron variables en los mitos ancestrales. Virgilio usó a Homero para construir el pasado grandioso de Roma. Lo mismo hizo Mary Shelley con Prometeo al convertirlo en el Dr. Frankenstein. Y lo mismo ocurre hoy con historias como el hundimiento del Titanic, que además del éxito de James Cameron cuenta con una larga saga de películas, novelas e historietas que pueden resultar contradictorias si las ponemos una al lado de la otra. Entonces, ¿de qué se trata todo esto? De entender que las historias son relatos perpetuos.
Pretextos e intertextos
Concepción Cascajosa nos ayuda a identificar algunas características del nuevo drama televisivo. 1) La reivindicación del tabú: piénsese en la amoralidad de Tony Soprano o los excesos de Vic Mackey en The Shield. 2) La hibridación de géneros: Cold Case es una sólida aleación entre drama familiar y policial, como Deadwood es un western reconvertido en drama urbano. 3) La renovación y actualización de algunas técnicas narrativas: Desperate housewives es narrada por un personaje muerto; el narrador de Oz incorporaba reflexiones teatrales de los acontecimientos, algo normalmente reñido con el naturalismo imperante. 4) Y las estructuras complejas: secuencias oníricas conviviendo con otras realistas, como en Six feet under, o distintos niveles temporales, vacíos de información o subtramas aparentemente desconectadas que varios episodios después operan su vuelta de tuerca, como en la primera temporada de The Wire. (Cascajosa 2006: 3-4).
Se trata de historias que exploran los límites y reconvienen la actualidad, integran lo cotidiano en sus distintos ámbitos, tecnológico, social, político, económico; tanto sientan posición como relativizan posturas. Historias capaces de cuestionar, provocar, banalizar o alentar temáticas diversas que conectan directamente con la experiencia individual. En estas historias confluyen las decepciones, las alegrías, las expectativas, las fantasías, los buenos y malos augurios, pero también otras narraciones, otras sensibilidades, otras series, guiños a la cultura pop, a la tradición clásica, en suma, es un inmenso juego intertextual.
Anna Tous, para citar un ejemplo ilustrativo, se ha tomado el trabajo de desagregar la densa trama intertextual de Lost y ha encontrado referencias que van desde The Prisoner hasta X Files, pasando por The Twightligh Zone, el reality Survivor y películas como Castaway o The Truman Show (Tous 2010: 97). Tratar de encasillar Lost o cualquier otra serie en alguna etiqueta formal es complicado. Las clasificaciones y categorías clásicas hoy parecen extraviadas, ya que una misma historia puede construir su trama en claves distintas: Dr. House es un policial que tiene de drama hospitalario y thriller psicológico. Six feet under hizo convivir la fantasía, el humor negro y el realismo más sórdido a lo largo de sus temporadas. Las anacronías de Lost (los saltos temporales), remitían al policial, a las películas de mafias orientales y, por supuesto, al melodrama. La lógica parece enrevesada, pero no. Lejos de suponer un problema, resulta una oportunidad para que el espectador haga suyo el drama televisivo, para que lo lea de mil formas y lo intervenga, si así es su deseo.
Transmedia o como narrar un hipertexto
La clave de esta dinámica está en la noción de hiperenlace, en la lógica de linkear que hace que el espectador avance, retroceda, vaya a la izquierda en una digresión o a la derecha para una mayor profundización en el tema. Las narrativas de la convergencia se proponen, esto no es novedad, como un hipertexto. Y esto debe hacer consciente al guionista de que, como señala Daniel Tubau en Las paradojas del guionista:
“En un hipertexto no se ofrece una única historia lineal, sino que se ofrece al hiperlector elegir entre varias, todas válidas (…) En las hiperhistorias hay demasiadas maneras de combinar las diversas tramas, por lo que nunca se podrán ver la totalidad de las relaciones y los nexos de una historia al mismo tiempo. Y esto no tiene que representar un problema”. (Tubau 2006: 136)
Henry Jenkins dejó claro el punto al definir la narrativa transmedia como aquella que cuenta a través de diferentes medios los distintos puntos de vista o episodios que componen una misma historia, para de este modo enriquecer la experiencia del usuario (Jenkins:2006). Entonces, no se trata de crear una gran historia y fragmentarla, sino de crear inputs que conduzcan al espectador a concebir y continuar la historia, se trata de lograr una conexión más profunda con el relato, en suma, se trata de provocar una experiencia. Desde el marco de la pantalla, el guionista invita al espectador a participar, le ofrece tomar las riendas y éste se involucra a su manera y desde su “emancipación”, parafraseando a Ranciére.
Al final de la década de 1980 los hipertextos ya representaban un campo fértil de experiemntación para retar la linealidad narrativa. Lo que empezó en terrenos de la informática con programas con una intefaz gráfica como Hypercard, Supercard, Storyspace o el sistema Intermedia –quizá la primera red hipertextual utilizada por docentes y estudiantes de la Brown University- que permitían la manipulación de los textos y la creación de links en manera intuitiva, aún sin conocimientos de programación. La recopilación de estas experiencias en 1994 –Hypertext Theory, de Geroge Landow- fue el detonante de una serie de prácticas metaliterarias en las que diversos autores, recuperando conceptos de Genette, Wittgenstein, Michel de Certeau, Prigogine, Lacan y Derrida, dedicaron varias páginas a describir la interactive fiction. A partir de entonces todo fue expansión y diversificación gracias a la convergencia, al punto que podemos sostener con Anna Tous que la narración televisiva de hoy es un repertorio de temas, mitos y motivos, construida en base a fragmentos, a base de estratos donde la intergenericidad y la interdiscursividad conviven en textos audiovisuales aglutinadores y fagocitadores de la ficción y la no ficción.
El guionista de este tiempo, como se ve, resulta una suerte de director de orquesta que debe conocer las posibilidades de todos y cada uno de los instrumentos a su disposición. Debe conocer el valor y las posibilidades de cada plataforma mediática, pero especialmente de cada acción, información y situación que despliega ante el espectador. A su vez, quien accede a un hipertexto audiovisual tiene que ser capaz, como explica Tubau, de determinar la importancia de los nexos y las relaciones que encuentra y lograr lo que Janet Murray llama una “visión caleidoscópica” (Murray 1999:34), que le permite ver una escena pero al mismo tiempo saber mucho más, acceder a otros puntos de vista y entender la complejidad de ese mapa de nexos. En este sentido, el mejor socio que puede reclamar un guionista a su lado es un programador de videojuegos: ellos transformaron el juego neto en historias, del mismo modo como las historias empiezan a devenir en fabulosos juegos de opciones y alternancias.
La convergencia propone al guionista ir más allá de los moldes y cánones del cine, la televisión o la literatura para desplegar ideas en medios completamente diferentes, porque el espectador de hoy es inquieto y tiene la posibilidad de estar y acceder a medios diferentes. Y al mismo tiempo, propone regresar sobre esos mismos medios, sobre los viejos soportes, sobre los tópicos de siempre, los más comunes y los más extraños; propone ir al pasado y tomar ideas de Homero, Brecht, o recuperar de repente a Faulkner o Henry James para escribir una historia completamente diferente. El guionista de la hipertelevisión debe ser un escritor hiperestimulante, un Aristóteles reloaded capaz de compendiar lo mejor de la tradición narrativa y reinventarla a partir de sí misma… Quién sabe si el arte del narrador en el futuro sea conducirse y conducir a los demás por un universo hipertextual casi infinito.
BIBLIOGRAFÍA
Cascajosa, Concepción (2006) “No es televisión, es HBO: la búsqueda de la diferencia como indicador de calidad en los dramas del canal HBO”. En: ZER. Revista de estudios de la comunicación. Facultad de Ciencias Sociales y de la Comunicación de la Universidad del País Vasco. N° 21.
Jenkins, Henry (2006). Convergence Culture: Where Old and New Media Collide. New York: New York University Press.
Murray, Janet (1999). Hamlet en la holocubierta: el futuro de la narrativa en el ciberespacio, Paidós, Barcelona.
Ranciere, Jaques (2010). El espectador emancipado. Buenos Aires, Manantial.
Tous, Anna (2010). La era del drama en televisión. Barcelona, UOC Press.
Tubau, Daniel (2006). Las paradojas del guionista. Barcelona. Alba Editorial.
[1] Ponencia presentada en el marco del XIV Encuentro de FELAFACS realizado en Lima en octubre de 2012.