Alrededor de las teleseries circula la palabra ‘calidad’ como una etiqueta, una marca de estilo. El concepto, sin embargo, puede ser objeto de distintas interpretaciones. Para el público, el producto será de calidad si cumple con sus expectativas, si se instala en una superioridad o excelencia que juzga de manera individual para decidir su consumo. Desde el punto de vista empresarial, lo bueno y lo malo son categorías que deben comulgar con la rentabilidad comercial. Por tanto, la definición de pautas de calidad para el entretenimiento en un tiempo de audiencias fragmentadas puede resultar un ejercicio vacío.
La historia de la televisión ha basado su desarrollo en el la tríada público-contenido-tecnología, entendida desde una perspectiva de negocio. A partir de esta idea, es posible rastrear una noción de ‘drama de calidad’ desde sus inicios, cuando las Antologías Dramáticas reclutaban como guionistas a escritores y dramaturgos de Nueva York —tenidos habitualmente como de perfil más intelectual que los de la costa Oeste—, a fin de complacer a una audiencia de élite que luego vincularía el prestigio de estas producciones a las empresas que las financiaban, como Goodyear o Texaco. Los criterios que giraban alrededor de esta calidad guardaban mucha relación con lo teatral, antes que con lo televisivo o lo cinematográfico, quizá determinados por el hecho de que su transmisión era en vivo. Más tarde, cuando estas producciones empezaron a convivir con otros dramas que se filmaban para ser transmitidos luego, la calidad siguió recayendo sobre aquellas que no habían perdido el espíritu y la esencia de la transmisión directa (Feuer 2003).
Durante el asentamiento de las grandes networks, la noción de calidad estuvo vinculada al deslumbramiento técnico. La atención se focalizó entonces en “el empaque de la producción”; es decir, los esfuerzos se orientaron a lograr imágenes con mejor nitidez, un sonido más puro, se buscó ampliar la cobertura de las señales, conseguir transmisiones en vivo y en directo cada vez más prolijas de eventos cada vez más lejanos e inusuales. Esto, con la intención de brindar al televidente todo aquello que marcara el pulso de la vida y el mundo en que vivía. El desarrollo técnico se convirtió en vehículo de fidelización de la audiencia que, teniendo como cenit al control remoto, dominaba y gestionaba más y mejor el aparato de televisión.
Después de la transmisión del hombre en la luna, la técnica pareció agotar sus trucos y la calidad volvió a centrarse en los contenidos. Los años setenta se verían fuertemente influenciados por la filosofía de dos productores emblemáticos: Aaron Spelling y Grant Tinker. Spelling basaría el éxito de sus producciones en una iluminación clara, el lujo, los cuerpos bellos y en la incorporación de las mujeres y las minorías étnicas (Thompson 1997): The Love Boat (ABC 1977- 1986), Dynasty (ABC 1981- 1989), Starsky & Hutch (ABC 1975-1979), son ejemplos representativos. MTM Enterprises, con Tinker a la cabeza, apostaría más bien por el reclutamiento de talentos y la libertad creativa: Hill Street Blues, Remington Steele (NBC 1982-1987), St. Elsewhere. Alrededor de estos pivotes se construyó una noción de calidad que guardaba una relación intrínseca con la cultura pop, el consumo aspiracional y una sintaxis todavía bastante formal pero inquieta, sin apartarse del marco de la televisión convencional, aunque de bajo rating. En 1984, se fundó la asociación Viewers for Quality Television para apoyar programas televisivos que, pese a encomiables elementos narrativos y de producción, estaban al borde de la cancelación.
A fines de los noventa, sin embargo, la irrupción del drama en la televisión por cable y la ampliación de las audiencias especializadas con el nacimiento de otras cadenas como FOX, The WB y UPN, convirtieron en norma las excepciones (Cascajosa 2005). El cambio esencial que permitió estas innovaciones fue la reorientación de la industria respecto de cómo debía ser un programa exitoso. Ante el aumento de la oferta de canales y la consecuente reducción del tamaño de la audiencia para un solo programa, los ejecutivos entendieron que el “seguimiento de culto” de una pequeña pero dedicada audiencia era suficiente para hacer un programa económicamente viable. Como explica Mittel (2007), se tuvo que abandonar la estrategia de imitación y fórmula para virar hacia una lógica que permitiera el desarrollo de programas que generaran culto en sectores específicos de la población. Las expectativas calculadas se vieron superadas cuando apareció un grupo distinto de seguidores: una audiencia boutique de espectadores educados y exclusivos que generalmente no veían televisión, algo que resultó muy valioso para los anunciantes.
A decir de Jane Feuer (2003), hasta fines del siglo XX la crítica había vinculado tres parámetros alrededor de la idea de calidad: no comercial, apropiado para niños y destinado a una audiencia educada y de cierto nivel. Sin embargo, el nuevo drama que se ofrece en las pantallas aparece descolocado frente esta noción conservadora de lo que son ciertos estándares culturales y socioeconómicos, de modo que hoy el vocablo ‘drama de calidad’ se aproxima más a una idea de género que estaría compuesto, en gran medida, por las características que Thompson (1997) describiera en su libro sobre la televisión de calidad: el rechazo a las fórmulas para diferenciarse en la programación, la búsqueda de prestigio a partir de la incorporación y empoderamiento de talentos de distinto cuño,[1] el cultivo de una audiencia de clase alta, urbana, culta y joven, la tensión permanente entre arte y comercialidad, la utilización de tópicos controvertidos y, por último, la capacidad de atraer la atención de los críticos y ganar todo tipo de premios.
El éxito que ostentan las teleseries en estos últimos años ha estado asociado, en gran medida, al concepto de autoría heredado de la politique des auteurs del cine francés de los años 1950. A diferencia de otros tiempos, hoy es posible traer a colación inmediatamente al “padre de la criatura”: Mad Men es la serie de Matthew Weiner, Vince Gilligan es el artífice de Breaking Bad, así como esa vocación perfeccionista y plagada de detalles que se observa en True Detective estará siempre asociada a Nic Pizzolatto y Cary Fukunaga. Si bien la televisión es el resultado de un proceso creativo colectivo, el impulso autoral ha recaído sobre la figura del guionista que concibe la serie —el showrunner—, quien se impone a los otros departamentos de realización para mantener el control creativo, ejerciendo la más de las veces como productor ejecutivo. Como muestra, lo siguiente: The Sopranos y Six Feet Under fueron canceladas a pedido de sus creadores, aunque mantenían una alta popularidad. Mientras que The Wire alcanzó una quinta temporada de acuerdo a lo planeado por Simon, pese a sus bajos índices de audiencia. Parte del atractivo de esta nueva televisión es su reputación como un medio en donde los escritores y creadores asumen los grandes retos y posibilidades creativas que otorgan las series de formato largo, ya que la mayor profundidad de los personajes, la trama constante y las variaciones episódicas son opciones que simplemente no están disponibles en una película de dos horas.
Pero la calidad de un producto audiovisual ha de ser considerada no sólo en función de su contenido, sino también a partir de su estética, estrechamente vinculada con la configuración del estilo. El conocimiento y la utilización de la capacidad expresiva de la imagen resultan fundamentales para la obtención de un producto de calidad, lo que ha provocado el desarrollo de un estilo visual “anti-televisivo” en clara oposición a las anteriores prácticas de este medio (Cortés y Rodríguez 2011).
Ahora bien, si todo esto ha fluido con creces es porque este giro dramático ha permitido desarrollar un modelo de negocio basado en la noción de calidad. Es como una máquina de Rube Goldberg donde las cosas funcionan más o menos así: una serie original exitosa construye una identidad de marca para el canal que la produce, esto no solo permite generar distintos beneficios ligados a esa producción, sino que moviliza a los espectadores al resto de la programación del canal y, de ese modo, mejoran los índices de audiencia. Con la popularidad asegurada, el canal tiene oportunidad de acceder a más paquetes de canales ofrecidos a los abonados. Estos abonados, que constituyen un público potencial para los anunciantes, facilitan cobrar más por la pauta publicitaria. Además, como el dinero pagado a los canales por los operadores de cable es siempre negociable, un canal popular puede conseguir unos centavos más por cada abono, lo que multiplicado por varios de millones de abonados reditúa en varios millones de dólares a fin de año.
Para canales como HBO, relatos complejos como The Wire o Deadwood (HBO 2004-2006) no son ponderados en función de sus índices de audiencia, sino del prestigio que reditúan a la marca Se proyecta así la idea de un producto “más sofisticado que la televisión tradicional”, lo cual hace que valga la pena pagar un canal premium mensualmente. Y para los canales que no son premium, transmitir este tipo de programas prestigiosos ayuda a posicionar al canal como atractivo para los operadores de cable y los consumidores. Prison Break le dio un nuevo impulso a FOX. Mad Men quitó para siempre de AMC la etiqueta de canal dedicado a la emisión de películas clásicas (por sus siglas, American Movie Classics). Spartacus consolidó la posición de Starz en el grupo Liberty Media. Dexter hizo de Showtime el más serio competidor de HBO. De todo esto se desprende que la calidad es un carácter que, partiendo del contenido, es capaz de hacer feliz a la audiencia, a la crítica y rendir positivamente en los negocios.
Por primera vez importan, en la misma medida, el público, las producciones y las cuentas. Se trata de tres variables concomitantes e interdependientes a la hora de pensar la televisión. Aunque no exista relación entre los contenidos de los distintos canales, sí existe una continuidad que perfila esta calidad como un estilo, un género que se asienta en cada nueva propuesta. Se trata de planteamientos extraordinariamente elaborados y rápidamente reconocibles como cinematográficos, con una orientación muy vinculada al cinéma vérité, con universos ficcionales magníficos, sólidos, plagados de referencias culturales, crítica social, glamour, sexo, violencia, espanto, vértigo y emociones que se multiplican en una narrativa compleja; con alta densidad informativa y largos tiempos de desarrollo a partir de su serialidad. Estas ideas constituyen no solamente una forma de hacer televisión, sino un canon en sí mismo al incluir y articular vínculos tecnológicos y narrativos especialmente significativos en el marco de la hipertelevisión.
Bibliografía referencial
Cascajosa, Concepción (2005). Por un drama de calidad en televisión: la segunda edad dorada de la televisión norteamericana. Comunicar 25, Recuperar <http://www.revistacomunicar.com/index.php?contenido=detalles&numero=25&articulo=25-2005-157&mostrar=descriptores#descriptores> [Consulta: 09 de noviembre de 2013]
Cortés, Laura y Rodríguez, María del Mar (2011) La influencia del estilo visual cinematográfico en las series de ficción televisivas. En Pérez- Gómez, Miguel (Ed.). Previously On. Estudios interdisciplinarios sobre la ficción televisiva en la Tercera Edad de Oro de la Televisión. Sevilla: Biblioteca de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Sevilla.
Feuer, Jane (2003). Quality drama in the US: the new golden age? En Hilmes, Michele (Ed.). The television history book. London. British Film Institute.
Thompson, Robert (1997). Television’s Second Golden Age: From Hill Street Blues to ER. Nueva York: Syracuse University Press.
[1] Antes de The Sopranos, David Chase ya había ganado dos Emmy. Cuando comenzó con Six Feet Under, Allan Ball había ganado un Oscar por el guión de American Beauty (Mendes 1999) y David Simon contaba con dos premios Emmy antes de crear The Wire.