I.
El universo diegético del drama televisivo está siempre en expansión. No solo va más allá de los límites tradicionales del formato cuando desarrolla sintagmas narrativos que se emiten por distintas plataformas, sino que organiza, al interior de cada uno, mundos en constante movimiento. Se trata de universos hiperdiegéticos: extensos en el tiempo, muy detallados, de los que se toman algunos fragmentos y se dejan otros a disposición para ser ampliados oportunamente. Son universos que perduran y ejercen una enorme influencia sobre sus seguidores. Como señalan Innocenti y Pescatore (2011), “[e]n la época de la convergencia, los espectadores son invitados a algo más que ver una serie de televisión: a vivir una experiencia que trasciende los límites de un disfrute ubicado en un espacio y un tiempo concretos” (p. 36).
De esta manera, el relato cobra dinamismo en la medida que es capaz de contar y no contar, de generar suspenso y de sugerir las hipótesis que cada espectador elucubra a partir del flujo de información. De ahí que Ricoeur recuerde que la manera de vivir el tiempo en una narración es el resultado del permanente proceso de reconstrucción que lleva a cabo el lector (Ricoeur 1992). El tiempo constituye una marca fundamental en la narrativa serial porque impone periodos en los que instala certezas y emociones que, luego, transforma y refunda alrededor de los personajes, de modo que la experiencia del espectador queda determinada por esa reconstrucción ritual que hace de la historia en cada episodio.
En las teleseries, los eventos se acumulan uno tras otro creando activadores causales para eventos futuros. En el segundo capítulo de la primera temporada de House of Cards, por ejemplo, Frank Underwood crea una historia que une vagamente al electo Secretario de Estado con una editorial anti-Israel publicada en un periódico universitario. Esto es lo que llamamos un evento de progresión, pues invita al público a preguntarse “¿cómo acabará esto?” y el relato apela a ese interés para arrastrarlo varios episodios más allá. Al mismo tiempo, otras acciones funcionan como eventos paraelípticos, es decir, que omiten o pasan por alto algo al mismo tiempo que llaman la atención sobre ello, lo que da pie a la incertidumbre, a la conjetura y las hipótesis, a preguntas del tipo “¿qué pasó?”, “¿quién, cómo o por qué hizo lo que hizo?”. Iniciando la segunda temporada de Boss, el alcalde Tom Kane sobrevive al atentado de un francotirador durante una ceremonia pública, pero su esposa Meredith resulta gravemente herida. ¿Quién pudo hacerlo?, ¿fue el propio Kane? Y si, efectivamente, es parte de sus retorcidos planes, ¿por qué Meredith?… Como se ve, los eventos de progresión y las paraelipsis conducen a modos distintos de participación de los televidentes, lo que permite elaborar varias formas de suspenso, sorpresa, curiosidad y teorías al respecto. Todos estos eventos resaltan la importancia de la temporalidad como base de las series, ya que los espectadores y los creadores tienden a manejar el pasado, presente y futuro narrativo para dar sentido a los universos en curso.
Dependerá del espectador si se vive una experiencia fiel a la disposición de los cortes comerciales, la frecuencia de emisión y las temporadas; o si elige, más bien, una experiencia redefinida por la contracción o la dilación de su uso: devorando todos los episodios en una sesión maratónica de streaming o accediendo a ellos con diferencia de varias semanas. Se obtiene, en cada caso, un tempo diferente.
Si la mayor parte de la narrativa televisiva, durante sus primeras décadas, estaba diseñada para ser vista en cualquier orden por un espectador presumiblemente distraído y sin sentido crítico, las narrativas complejas de hoy están diseñadas para un espectador que no solo paga para prestar atención una vez, sino para regresar sobre el programa, notar la profundidad de las referencias, sorprenderse con el despliegue de destrezas para las continuidades, o apreciar detalles que requieren del libre uso de la pausa y el retroceso.
II.
Cada serie funda su propia noción y condición del tiempo. En The West Wing (NBC 1999-2006), como observa Fernando Moreno (2009), los personajes dirigen el tiempo, lo empujan, lo manipulan con autoridad, ya que sus acciones desde la Casa Blanca se legitiman como contribuciones al futuro de la humanidad. En contraposición, para Michael Scofield, el protagonista de Prison Break, el tiempo es tan urgente como el oxígeno, pues debe evitar la inminente ejecución de su hermano Lincoln, y esa condición del tiempo asfixia, como asfixia el entorno claustrofóbico de la penitenciaría en la que se halla recluido. The Wire, en cambio, opta por un tiempo implacable, un tiempo moroso que envuelve y arrastra todo hacia lo inevitable; es decir, hacia la certeza de que todo está podrido y que los personajes no podrán huir al destino de morir en ese callejón sin salida que es Baltimore.
Si en otras series los protagonistas hablan demasiado, nunca duermen, lo explican todo en voz alta, verbalizan sin necesidad para integrar al espectador y avanzan claramente hacia la resolución, en The Wire trabajan en silencio, los vence el sueño, fallan. Los testigos no hablan, los acusados no se desmoronan, los policías tienen familia y problemas para llegar a la escena del crimen a tiempo, los jueces están más interesados en sus carreras que en la justicia, la balística no funciona ni bien ni a tiempo, la burocracia es agotadora, los micrófonos escondidos acoplan, los sargentos se emborrachan, el café está frío y los tipos malos muchas veces son sujetos a los que podríamos confiarles nuestras casas un fin de semana. No hay síntesis en la trama. No hay finales sorpresivos. Es una larga película de trece horas de duración, repartida en una docena de capítulos donde parece cumplirse un destino cíclico y sin esperanza: un criminal muere a manos de un niño para ser reemplazado por otro, un político que se desvive en promesas abandona la ciudad y su lugar lo ocupa otro que tampoco tendrá oportunidad de cumplir las suyas, un delincuente intenta redimirse ingresando a los negocios legales, pero fracasa, rendido por sus instintos más despreciables y sus costumbres violentas. Los malos caen uno a uno, pero eso no significa nada porque inmediatamente el mal se renueva como una amenaza invencible.
El tiempo condiciona el ritmo narrativo de las acciones, de los diálogos, de la evolución del relato. Y es un ritmo que para sostenerse requiere muchas veces de una audiencia dedicada, atenta. Cuando Tom Kane, el protagonista de Boss, echa a andar su plan para construir un ambicioso proyecto de vivienda en un área de pandillas y, en paralelo, empiezan a rodar las cabezas de los funcionarios corruptos que él mismo ayudó a colocar, asistimos a un concierto de nombres que se suceden uno tras otro, igual que las referencias, las instituciones, los cargos, los antecedentes, las consecuencias; en fin, hay tanta información que parece imposible retenerla. Hasta que, de pronto, uno entiende que no importa: no importa quiénes caen, no importa que se conviertan en potenciales enemigos, no importan ni el caos ni el febril desorden que parece instalarse en el relato. No importa porque Tom Kane es un hombre enfermo, con un desorden neurológico degenerativo, que se aferra a lo único que puede mantenerlo consciente: el poder.
Con otro estilo, pero demandando la misma atención, Mad Men marcha a un ritmo marcado por la ceremonia: la reunión de negocios, los cubos de hielos que enfrían un old fashioned, el cigarrillo que se consume, el sombrero que se deja en la mesita de ingreso de la casa de una amante. Son los detalles aparentemente fútiles los que construyen el sentido de la narración: el sorbo de whisky que ratifica una sentencia, el silencio de una amante que calla con los labios lo que sus ojos no pueden evitar mostrar, o la mano que siente el roce de otra mano bajo la mesa y no se aparta. Lo mismo ocurre con Breaking Bad. Cada episodio se entretiene mostrándonos algo nimio, lo que yace en el fondo de una piscina, una gota que se desprende pausadamente, las ruinas del desierto, la máscara química del profesor White que adelanta su otro rostro. Son esos momentos y esos ritmos los que revelan la historia.
III.
A medida que se diluye el anthology plot se impone el tiempo de la conciencia del personaje. En las tramas configuradas a partir de un running plot, no es el pulso de la acción el que gobierna, sino la sístole y diástole de la reacción y la interacción. Es un tiempo elástico, que tanto dilata como comprime, aplaza y acelera, que se detiene y observa, explora la intimidad, la desagrega y luego retoma, en un movimiento gradual y progresivo hacia la clausura, dibujando arcos narrativos que se complejizan a la par de su estructura.
El quiebre de la linealidad temporal liberó al drama televisivo del corsé pragmático que el Paradigma había instituido para garantizar la claridad expositiva e introdujo, a su vez, anacronismos que dieron cabida a tramas provistas de su propio código de tiempo para llevar la experiencia a otro nivel. Con certeza, este no es un aporte excluyente de la tercera edad dorada de la televisión. El cine e incluso algunos episodios The Twilight Zone ya habían puesto en práctica esta idea previamente. En este sentido, el mérito de las teleseries consiste en haber superado los riesgos narrativos de la propuesta, asentando el mecanismo como un procedimiento regular y ya no de excepción para la ficción televisiva.
Bibliografía referencial
Innocenti, Veronica y Pescatore, Guglielmo (2011). Los modelos narrativos de la serialidad televisiva. La Balsa de la Medusa, 6. Barcelona: Machado.
Moreno, Fernando (2009). Sutileza de la razón cínica: el lenguaje narrativo de Mad Men. En MacLean, Jesse (Comp.) Guía de Mad Men, reyes de la Avenida Madison. Madrid: Capitán Swing Libros.
Ricoeur, Paul (1992). La función narrativa y el tiempo. Buenos Aires: Almagesto.