Principios del diseño narrativo audiovisual

El estatuto audiovisual

Las definiciones que dan cuenta de lo que es un relato coinciden en señalar que se trata de una “relación oral o escrita de acontecimientos reales o imaginados”. Hay que recurrir a los tratados de cine para encontrar que también puede tratarse de una sucesión de imágenes y sonidos. Las películas, como primeras formas de relato audiovisual, inauguraron una narración distinta pero consecuente con la vocación por las historias que siempre ha acompañado al hombre. Por eso también le atañen las mismas preguntas y disquisiciones que aparecieron desde que Platón y Aristóteles se interesaron en el tema ¿Quién narra? ¿Se trata de una imitación de la vida? ¿Nos narramos a nosotros mismos? Si bien el audiovisual puede verse como una experiencia análoga al teatro o la literatura, plantea sus propias problemas y posibilidades. ¿En qué consiste pasar del acto de relatar verbalmente al de relatar mostrando? ¿Qué implica la visualización de un relato?

Cuando todo empezó, dos personas se disponían frente a frente, una narraba y la otra escuchaba. Esta práctica hace que el relato oral se configure como algo vivo, que está ocurriendo en el mismo instante y sin intermediarios, aquí y ahora, cuando los dos interlocutores están presentes. Toda la tradición de aedos, rapsodas y trovadores se construyó sobre la concurrencia simultánea y en presencia directa de narradores y público. Más tarde, la imprenta y sus narraciones escritas fundaron los relatos en diferido, porque el lector entra en contacto con las historias gracias a un vehículo que le alcanza el resultado de un acto realizado con antelación: la escritura. Incluso si el relato oral y el escrito dan cuenta de la misma historia, la experiencia es distinta porque el libro rompe con el presente vivo e inmediato que supone depender de un interlocutor. Al configurarse la escritura como una narración en ausencia es posible señalarla también como el punto de partida de la larga serie de intervenciones que el auditorio va a practicar sobre los relatos, pues otorga la libertad de decidir cuándo iniciar la historia, cuándo postergarla, o la posibilidad de repetir un episodio a voluntad.

Existe otro modo de transmitir información narrativa que consiste en eliminar al narrador del proceso de la comunicación para reunir en una misma coordenada a los distintos personajes del relato y sus acciones. Para ello se recurre a actores que reviven, en directo, aquí y ahora, ante la audiencia, las acciones que los personajes a los que representan han realizado en un antes y en otra parte. Este principio imitativo es el que Platón llamó mímesis. ¿Dónde encaja el relato audiovisual? ¿Pertenece a las representaciones miméticas, ya que implica una representación de la acción de los personajes? ¿O encaja dentro de la narración en ausencia, ya que la percibimos a través de un intermediario, la película por ejemplo, que igual que el libro fue previamente constituido? ¿O convendrá ubicarla entre la narración y la mímesis?

El término al que se recurre para esclarecer las especificidades es mostración. Para André Gaudreault, lo que distingue a la mostración de la mímesis teatral es que comunica una acción completamente concluida a la audiencia (la filmación), presentándole ahora lo que sucedió antes, a diferencia del teatro cuya representación coincide simultáneamente con la actividad de recepción del espectador.

De otro lado, es posible distinguir en el audiovisual mecanismos y señales que se ubican por encima de la acción que representan los personajes: la cámara, por
ejemplo, es capaz de guiar la mirada del espectador, dirigiéndola a un objeto o situación puntual que afecta su interpretación, lo que confirmaría la existencia de un equivalente a la figura del narrador literario. Este narrador ha recibido distintos nombres: enunciador, narrador invisible, narrador implícito, meganarrador (Gaudreault,1995). Pero quizá el término que mejor se ajuste sea el de “gran imaginador”, expresión acuñada por Albert Laffay, uno de los precursores de los tratados de cine, ya que incorpora en su esencia la idea de un relato construido por imágenes y sonidos.

De lo anterior se desprende que el relato audiovisual es un estatuto distinto y específico de narración que descansa en la posibilidad de las imágenes para dar cuenta de ciertos acontecimientos. Así empezó el cine, pero conviene notar que recién logró constituirse como un eficiente narrador de historias con la aparición del sonido, que aportó no solo dimensiones complementarias al relato, sino que potenció sus cualidades. La imagen trae consigo una larga tradición y elaboración que viene desde la pintura, lo que permite entenderla cuando la encontramos en el audiovisual, pero los alcances del sonido suelen ser poco ponderados.

La mostración silente está restringida en su expresión, se libera totalmente y alcanza autonomía cuando se suma la palabra, en forma de títulos o carteles, la voz, los sonidos de esos mismos acontecimientos. Para graficar esta urgencia, nada más ilustrativo que la figura del presentador, esa suerte de explicador de películas en directo que se encargaba de dar a la audiencia las informaciones que la mostración no podía. La revolución del sonoro no consistió en introducir la palabra en el relato, sino en la posibilidad de contar dos cosas a la vez de manera concomitante. Los diálogos, a partir de la entonación, el timbre, la cadencia y demás, pueden desplegar una serie de informaciones que lleven al espectador por sendas distintas a las que propone la imagen, sembrando la duda, estableciendo la complicidad, o revelando la mentira a la sala cuando los demás personajes todavía padecen la farsa.

La abstracción no siempre es susceptible de ser filmada, por ello es imprescindible oír lo que se debe decir para conseguir la verdadera magnitud que se espera del relato. Así como el juego literario con las palabras construye metáforas o la yuxtaposición de imágenes sugiere nuevas imágenes, los sonidos también pueden construir sintagmas connotativos. El leitmotiv, los ecos, las resonancias, el propio silencio, también son relato. La irrupción de un motivo musical puede sugerirnos qué recela, qué anhela o qué está pasando por la mente del personaje más allá de la acción puntual que le vemos realizar. De ahí que el espectador esté en la permanente tarea de procesar los inputs que consigna la pantalla para acceder a la totalidad del universo narrativo, de los personajes y de las acciones que protagonizan.

La autonomía de la ficción

Hasta aquí podemos decir que el relato audiovisual se construye a partir del registro de imágenes y sonidos que dan cuenta de una acción en un momento determinado. Pero si recordamos que se trata de una mostración, de la representación en un ahora de lo que pasó antes, la pregunta que surge es ¿qué estoy viendo? ¿es algo verdadero? Normalmente, lo que rige la relación con la pantalla es cierta actitud “documentalizante” -término que Gaudreault recoge de la semiopragmática de Roger Odin-, según la cual el espectador tiende a verificar lo que está viendo con su realidad inmediata. Cuando esta comprobación no lo satisface, entonces admite que si bien aquello que tiene delante se parece a su mundo, es un mundo independiente, completo en sí mismo, y entonces adopta una actitud “ficcionalizante” (Gaudreault,1995). La actitud documentalizante anima a considerar el objeto representado como un “haber estado ahí” (término que Barthes utiliza para referirse a la fotografía), mientras que la actitud ficcionalizante toma aquello como un
“estando ahí”, es decir, como algo que está ocurriendo aquí, ahora, ante mí en la pantalla. De tal distinción es que proviene la autonomía que ostenta la ficción.

La realidad del mundo cotidiano es verificable según los conocimientos del espectador. Pero el mundo de la ficción está solo parcialmente vinculado a la realidad y si se sostiene es gracias a leyes propias, leyes que no necesitarían comprobarse porque las cosas están ocurriendo aquí y ahora, “estando ahí”, ante el espectador, en la pantalla. La percepción de la audiencia define la realidad: todo lo que vincule a su mundo real calificará como verdadero y todo aquello que guarde una relación próxima o distante- de la realidad, sin llegar a ser la realidad misma, será juzgado como verosímil. En consecuencia, la verosimilitud será el resultado de la aceptación de las leyes que este mundo particular propone a la audiencia.

Pensemos en el inicio de El hombre araña (Sam Reimi,2002). Peter Parker es picado por una araña modificada genéticamente y esto le otorga habilidades sorprendentes: todos sus sentidos se potencian, puede adherirse a las paredes y goza de una flexibilidad asombrosa. Toda esta secuencia representa lo que se conoce como el set up del público, pues a través de estas acciones se conviene que Peter Parker tendrá cualidades humanas -es un estudiante de ciencias aficionado a la fotografía que vive en Nueva York y trabaja en un diario- y otras extraordinarias, de modo que resultará coherente verlo luego escalando rascacielos, lanzándose al vacío o desplegando una fuerza magnífica. A esta altura, la vocación documentalizante ha sido descartada, igual que todas las reglas de Newton, para abrazar otras que sostienen las acciones de Peter Parker.

La verosimilitud funda lo que se denomina diégesis. Antiguamente solía oponerse este término al de mímesis, de modo tal que la mímesis era la imitación poética de la vida, y la diégesis resultaba de aplicar determinadas leyes u organizar de forma particular esas imitaciones para conformar una instancia independiente. Sin embargo, debe entenderse que cada diégesis comporta sus propias reglas de verosimilitud y que los postulados que sostienen un mundo ficcional no necesariamente funcionan o sirven en otro. Recordemos a Olive, La pequeña señorita sunshine (Dayton y Faris,2006): es regordeta, tierna y quiere ganar un concurso de belleza en Redondo Beach, difícilmente aceptaríamos verla de pronto trepar por las paredes y colgar cabeza abajo como una araña durante la secuencia de talentos para demostrar que es la mejor candidata.

Se entiende, entonces, que lo documental se define como la presentación de seres o cosas existentes de manera natural, positiva, en la realidad, mientras que la ficción es capaz de crear con esos mismos elementos un mundo independiente, parecido a la realidad. Las primeras películas de cine resultan ilustrativas. Traigamos a cuento tres piezas de los hermanos Lumiére, la famosa Regador regado (1895), La batalla de las bolas de nieve (1897) y Pelea de bebés (1896). Esta última muestra a dos nenes que se disputan una cuchara, uno de ellos gana y el otro queda llorando su mala fortuna. ¿Es esto ficción o realidad? Se trata de la documentación de un momento, del registro sin ambages de una acción puntual. ¿Pasa lo mismo con las otras? En La batalla de las bolas de nieve vemos combatir a dos bandos en medio de un sendero por donde se acerca un ciclista. Cuando éste intenta superar el gentío, se convierte en blanco de las bolas de nieve, cae de la bicicleta y regresa por donde vino. Luego, la batalla continúa. Este caso podría ser similar al anterior, pero la suma de una serie de cosas no arbitrarias permiten sospechar que se trata de una puesta en escena. Por ejemplo, la cámara está dispuesta de manera que nunca pierde de vista el centro de la acción, aún tratándose de una “batalla” las personas jamás obstaculizan el registro y, de otro lado, la inocencia del ciclista que pretende cruzar en medio de todos, como si nada ocurriera, resulta al menos suspicaz. ¿Estamos ante el registro de un momento? Lo mejor sería decir que se trata del registro de un “momento especialmente organizado”. Esto se observa mejor en Regador regado.

La escena es memorable: un hombre riega con una manguera las plantas de lo que parece un gran jardín, detrás asoma un pillo que interrumpe el flujo de agua y cuando el regador acerca el rostro a la boquilla para indagar qué pasa, el agua brota sorpresivamente y lo empapa. Al descubrir la broma, el sujeto va detrás del bromista y le propina una paliza. Fin de la historia. Aquí todo está orquestado en función de la cámara, es más, el pillo huye y el regador, después de atraparlo, regresa con él a una posición donde la cámara puede captar mejor la acción y recién allí lo castiga. Es evidente que todos los elementos han sido dispuestos con el propósito de desarrollar la anécdota y hacerla disfrutable.

Pelea de bebes activa nuestra actitud documentalizante porque nos enfrenta con un fragmento de la realidad, un momento de vida inalterado. En los otros casos, nuestra actitud es ficcionalizante porque reconocemos que aquello que vemos ha sido trastocado: se marca un inicio, se dispone un final, se ordenan los acontecimientos, las acciones no ocurren de acuerdo con las leyes físicas de la entropía, al contrario, todo ha sido dirigido, se han ubicado objetos, situaciones y personas de manera tal que prime la claridad expositiva. El interés de los Lumiére por explotar el cinematógrafo da cuenta de por qué conviven en su catálogo piezas documentales como Salida de los obreros de la fábrica Lumiére en Lyon Monplaisir (1895) y otras de carácter ficcional: querían llamar la atención del público para que gastara unos centavos a cambio de entretenimiento en tiempos donde las cuestiones formales aún estaban en gestación.

Narración y relato

Si las convenciones de verosimilitud y las intervenciones alejan a la ficción de la realidad, ¿cuál es el patrón que organiza esta dinámica? La respuesta está en la narratividad: en la ficción todo se articula con el propósito de contar una historia. Esto nos permite alcanzar una definición más precisa de los términos. Llamaremos historia a la serie de acontecimientos que se narran y relato a la manera particular como han sido narrados. El relato es la intervención orquestada de los elementos que conforman una historia. Por eso el arribo del tren a la estación o la pelea de los bebés suponen una historia, pero no configuran un relato porque carecen de leyes propias o intervenciones, como sí ocurre en la broma del regador.

En el largo proceso que supuso la formalización del relato audiovisual podemos encontrar piezas a medio camino, como La pelea de las hermanas Gordon, registrada en los talleres de Edison en 1901. En este caso, se aprecia a dos mujeres enfundadas en guantes de box que se enfrascan en una pelea. No podríamos decir que el movimiento de las contrincantes ha sido coreografiado, pues los ataques y las defensas resultan altamente convincentes, naturales y torpes, pero la posición de observación teatral que elige la cámara y ese extraño decorado de jardines versallescos que se ve detrás, delatan que estamos ante algo que ha sido intervenido. Esto nos obliga a ir más allá para definir mejor qué es un relato.
La narratología audiovisual se ha construido sobre la herencia estructuralista de investigadores como Genette, Todorov, Greimas, Barthes y Bremond, entre otros, pero quien más claramente ha ilustrado el punto que nos interesa es Christian Metz en sus Ensayos sobre la significación en el cine. Para el semiólogo son cinco las marcas distintivas de un relato.

– Tiene un comienzo y un fin. Existen relatos con final abierto, pero esto solo plantea distintas posibilidades de imaginar un final. Entendido como una sucesión de imágenes, el fin en un relato audiovisual está determinado por la última imagen en pantalla.
– Un relato es una secuencia doblemente temporal, porque puede dividirse en dos, el tiempo de la cosa narrada y el tiempo del relato.
– La narración audiovisual es un discurso porque la vida real no es proferida por nadie, dice Metz. Esto permite reconocer la figura del “gran imaginador” de Laffay. Existen relatos sin autor, pero no sin una instancia narrativa. En el audiovisual el “autor” se muestra al espectador a través de las imágenes, de los planos, etc.
– La percepción del relato “irrealiza” la cosa narrada. Es decir, sabemos que lo narrado es algo pasado, por lo tanto su actualización, su puesta en el ahora, no es real, porque lo real es lo presente.
– Un relato es un conjunto de acontecimientos, ordenados en secuencia y contados por un “imaginador”. Los relatos con finales falsos o abiertos son secuencias cerradas de acontecimientos no cerrados. Para Metz, si el relato puede analizarse como una sucesión de predicaciones, es porque fenoménicamente constituye una sucesión de acontecimientos (Metz,2002). Todo esto permite entender que en el caso de La pelea de las hermanas Gordon Edison montó un número, no se interesó por contar una historia.

De las consideraciones de Metz se desprende la siguiente definición: el relato es un discurso cerrado que irrealiza una secuencia temporal de acontecimientos. Se distingue de mundo real en tanto la realidad es un fluir continuo y resulta imposible abrir comienzos y cerrar finales, que no son más que convenciones. Solo al ser una entidad particular y cerrada, el relato puede concebirse como un todo con principio, medio y final [1]. Es probable las limitaciones técnicas de la época llevara a pensar el argumento -la elección de acontecimientos de una historia- bajo la lógica de las tres unidades: lugar, tiempo y acción. Así entenderemos que al inicio los relatos hayan sido sencillos, de uno o dos minutos de duración, y de un solo plano que concentraba en una unidad espaciotemporal el desarrollo de la acción.

Muchos nombres se aplicaron en la tarea de explotar las posibilidades narrativas del audiovisual. Ahí están los aportes de Edwin Porter, por ejemplo. En Asalto y robo al tren (1903) vislumbra lo que luego será el montaje paralelo y si bien las acciones ocurren todavía con una disposición teatral, destaca el uso narrativo que hace de la profundidad de campo y el empleo del primer plano en su última secuencia, cuando un pistolero dispara hacia los espectadores. Pero los nombres que más sobresalen son los de Georges Méliés y David W. Griffith.

Contra el registro realista de los hermanos Lumiére aparece Méliès, que implementa la puesta en escena y la tiñe de un tono farsesco, espectral y de ensueño para contar historias fantásticas gracias a los trucajes que lograba manipulando la película. Su productora Star Film registró un promedio de cincuenta películas al año y en cada una fue alargando la duración de sus creaciones. Luego vendría Griffith, que conjuga la imagen cinematográfica con el discurso de la novela decimonónica instituyendo, finalmente, el relato audiovisual. El mérito de Griffith reside en la síntesis sistematizada que hizo de los recursos narrativos desplegados hasta que rodó sus primeras películas en 1914. La definición de los ejes de filmación, el uso dramático de los planos, la alternancia entre planos generales y cerrados para mantener ubicado al espectador, y el uso del plano detalle, todo perfectamente conjugado y con sentido en El nacimiento de una nación (1915), le otorgan un lugar de excepción en la nómina de los ilustres.

Todas estas innovaciones dan cuenta de la búsqueda por lograr un relato complejo, capaz de generar con sus formas particulares una experiencia sensible. No se trata solo de transmitir información narrativa, sino de recrear también la vida mental del mundo, pulsiones como el amor y el deseo, el dolor, la duda. Por ello, retorcer las posibilidades técnicas hasta obtener lo mejor para narrar será un esfuerzo que corra en paralelo a la búsqueda por lograr una exposición eficaz de las acciones, organizándolas, distribuyéndolas, ponderándolas y explotándolas de manera que lleguen en su mejor forma dramática a la audiencia. Entre estas experiencias germinales y las últimas producciones audiovisuales donde las acciones bullen, los planos proliferan, los sentidos se inflaman y la temporalidad y los lugares se rebasan y superponen, existe un largo recorrido técnico y argumental que ha permitido llegar a las fabulosas experiencias audiovisuales de hoy.

 

[1] Lodovico Castelvetro, crítico italiano de los años 1570, es el responsable de la primera formulación de los tres actos. Para él, el tiempo de la representación y el de la acción representada debían coincidir exactamente y el escenario de la acción debía ser siempre el mismo. Equivocadamente le atribuyó la idea a Aristóteles e inició una controversia que continuó durante varios cientos de años.

Referencias:

Gaudreault, André. (1995) El relato cinematográfico: ciney narratología. Barcelona : Paidós

Metz, Christian (2002). Ensayos sobre la significación en el cine (1964-1968). Barcelona : Paidós.

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