Si el Paradigma y el viaje del héroe se asentaron a comienzos de los ochenta fue porque encontraron la hierba propicia para arder. El éxito de las fábulas sencillas propuestas por Lucas y Spielberg, distintas a las formas que antes habían discutido el Diseño Clásico, encajaron perfectamente con el conservadurismo galopante de Margaret Thatcher o Ronald Reagan. Se encumbraron como ideales para un tiempo prolífico en movimientos reaccionarios e iniciativas de control y vigilancia en una época signada por el SIDA, por el miedo, en fin, para un tiempo cargado de angustias. En ese contexto, los relatos desesperanzados de los años sesenta y setenta abandonaron su impronta particular para abrazar la estructura reparadora y renovar así los vínculos con el auditorio.
Experiencias normativas como las que hemos descrito son el resultado de la institución de contextos específicos y, ciertamente, constituyen el punto de partida de reformulaciones, debates y ensayos disruptivos cuando estos se agotan. Por eso, cuando a mediados de los años noventa las variables del entorno experimentaron una serie de cambios vertiginosos y el centro sensible que regía el Paradigma quedó expuesto, el modelo empezó a ser cuestionado en un nuevo esfuerzo por ajustar las clavijas a lo que los alemanes llaman weltschaung, ‘el espíritu de nuestro tiempo’. El relato es consustancial a la transformación de las sociedades. Entender esto es fundamental porque al momento de hacer su trabajo, el narrador selecciona y desarrolla un material que surge del tiempo en que vive para luego representarlo a través de acciones que son el resultado de la relación entre los individuos y su medio. De modo que, para entender las nuevas formas narrativas, convendría preguntarse ¿cómo son este tiempo y esta nueva circunstancia de vida?
Desde fines del siglo XIX, la narración ha estado estrechamente vinculada a la modernidad y como puede observarse en la tradición literaria y teatral que luego continuará el audiovisual a través del cine y la televisión, la atención gira cada vez más alrededor del problema del hombre. El tiempo actual es por demás complejo. Más allá de los saldos brutales de las guerras del siglo XX, del tenso proceso de globalización social y económica, más allá de la erosión de postulados fundamentales sin reemplazo —o quizá precisamente por todo esto—, los relatos de hoy en día dan cuenta de las complicaciones del hombre para ejercer control sobre las condiciones de su entorno. La influencia del pragmatismo evidencia el nudo de sensaciones e impulsos que gobiernan al individuo. Desde las novelas de Faulkner hasta los publicistas de la serie Mad Men (AMC 2007-2015), se reproduce un universo de relaciones entrópicas ante las exigencias de la realidad. Como señala Lawson (1976), se trata de un mundo de experiencia pura en el cual los estados anímicos extremos reemplazan al valor y la lucha coherente por lograr fines racionales.
Otro aspecto fundamental es la tensión entre espíritu y materia, entre lo subjetivo y lo objetivo, entre lo real y lo virtual, circunstancia que diluye la idea del individuo que se plantea un propósito y dirige todos sus esfuerzos hacia conseguirlo, lo que deja un terreno fértil para sujetos que no saben lo que quieren. No estamos hablando de perdedores, sino de sujetos cuya voluntad se estrella la mayoría de veces contra el asfalto. No estamos ante relatos pesimistas, sino ante un retrato agudo de los cambios y transformaciones de un tiempo que transita de la explicación definitiva de los fenómenos a la relatividad epistemológica y existencial, a la incertidumbre. Las narraciones de esta era contemporánea dan cuenta de un individuo que no solo ha perdido el centro, sino que deja de serlo; como si sus devenires constataran que la revolución moderna ha sido un fracaso porque se ocupó de todo menos de hacer la revolución del hombre: esa gran excusa y, a la vez, esa gran tarea pendiente.
Tal vez estemos viviendo la fase más radical de aquella confusión moderna, le tourbillon social, que ya advertía Rousseau en la segunda mitad del siglo XVIII. En su novela Julie, ou la nouvelle Héloise (1761), el protagonista Saint-Preux escribe:
Estoy comenzando a sentir la embriaguez en que te sumerge esta vida agitada y tumultuosa. La multitud de objetos que pasan ante mis ojos me causa vértigo. De todas las cosas que me impresionan, no hay ninguna que cautive mi corazón, aunque todas juntas perturben mis sentidos, haciéndome olvidar quién soy y a quién pertenezco.[1]
Hoy, la experiencia del público aparece cada vez más lejana de los compartimientos estancos, las reacciones calculadas y los equilibrios definitivos propuestos por el Paradigma. Sin embargo, la urgencia de narrar ha inaugurado una amplia gama de ensayos que discuten la estructura reparadora, aunque tal vez nunca cuajen en una formulación definitiva, porque así de elusiva se presenta también la vida misma.
El siglo XXI propone un relato complejo en todo sentido. A la vocación de entretener se suma también la intención de reflexionar, denunciar y exponer un mundo igualmente enrevesado. Lo que antes parecía sólido, hoy se desvanece en el aire y esto propugna alternativas que, como reseña Tubau (2011), se suceden, se superponen, se alimentan, se anulan y vigorizan. Ante los tres actos consabidos, se plantean cuatro o más en los que el diabolus ex machina ha reemplazado al deus ex machina para garantizar, esta vez, que aquello que se había roto no sea reparado y que el mundo no regrese a su orden habitual — porque ya nadie vive feliz para siempre, solo durante algún tiempo—. Ante los momentos tópicos de cualquier narración, se contraponen giros que los sortean y, de paso, corren la alfombra de las certezas al espectador o bien se exageran las convenciones hasta convertir lo que vemos en una parodia. En ocasiones, la estructura reparadora se estropea desde dentro a través de una ruptura moral o se produce una ruptura narrativa que nos recuerda que estamos ante una ficción. Ante las convenciones del tiempo lineal y continuo, se plantean historias que empiezan in media res, hacia la mitad de la historia. Contra la relación causa/efecto, la narración esconde su estructura y el espectador debe llenar o imaginar la causa ausente que conduce a los acontecimientos que sí se muestran.
Todas estas estrategias ponen en evidencia la lasitud de los cánones de la modernidad. De ahí que las historias también tiendan a disolverse, apocarse, creando la ilusión del azar o la improvisación. Robert McKee (2008 [2002]) tiene dos conceptos que grafican estas narraciones: ‘minitrama’ y ‘antitrama’. La primera se refiere al minimalismo con que son utilizados los recursos del Diseño Clásico. Aquí los principios básicos permanecen, pero el guionista se encarga de atenuar, comprimir, recortar y depurar hasta obtener una representación pródiga en sugerencias y sutilezas. Aun cuando todo parece girar alrededor de ellos, los personajes asoman como entes pasivos, los conflictos se supeditan mayormente al conflicto interior que rige las acciones, la evolución de la trama resulta morosa, los finales son abiertos y lejos de ofrecer respuestas plantean una serie de preguntas, no necesariamente con fines aleccionadores. Piénsese, por ejemplo, en Down By Law (Jarmusch, 1986), El camino de San Diego (Sorín, 2006) o la pionera Shadows (Cassavetes, 1958).
La antitrama, a su vez, socava los elementos tradicionales narrativos y de estructuración para ofrecer apenas un tema que otorga sentido y relaciona los eventos que se ven en pantalla, pero no desarrolla una trama que el espectador pueda seguir. A la antitrama le interesa proponer una experiencia a partir de la atmósfera y las sensaciones que se generan durante la visualización. Aquí la realidad muchas veces resulta incoherente, el tiempo discurre fragmentado, lo coincidente y lo aleatorio parecen cómplices inimputables. Como una suerte de contrapartida audiovisual de la nouveau roman, la antitrama se esmera por lograr una visión orgánica del tópico que le interesa retratar, profundizando en el personaje, descartando lo indicativo y legando la construcción de la trama al espectador. L’Avventura (Antonioni, 1960) y L’Année dernière à Marienbad (Resnais, 1961) son dos de los ejemplos más ilustres.
El interés por narrar al hombre en su tiempo ha llevado al audiovisual a ir más allá de los linderos habituales, experimentando con técnicas utilizadas en otros soportes, actualizándolas, adaptándolas y otorgándoles expresiones particulares a través de la imagen y el sonido. Cada vez son más recurrentes los esquemas que abandonan la linealidad temporal y única para ramificarse, fragmentarse, multiplicarse y potenciarse a través de distintos sintagmas narrativos que quieren dar cuenta del “torbellino social”: intrincado, de formas poliédricas, polivalente, acaso inaprensible. Tramas no lineales y narrativas en paralelo como las de Slumdog Millionaire (Boyle 2008), Inception (Nolan, 2010), Lost (ABC 2004-2010) o Fringe (FOX 2008-2013) resultan familiares, lo que da cuenta también de un público que, partiendo de la elipsis, el flashback y el flashforward, la traición del cómic y los videojuegos, ha sabido ponerse a tono con los tiempos en boga.
La relativización y el espíritu de cambio han llegado a postular la desaparición del guion, aquel instrumento que expone, con los detalles necesarios para su realización, el contenido de una película o de un programa de televisión. Si bien es cierto que en los orígenes del audiovisual esta herramienta no existía —sencillamente, el equipo se instalaba en las locaciones y a partir de las posibilidades que encontraba, previa conversación de las partes, se resolvía in situ qué hacer y cómo lograrlo—, pronto las cosas cambiaron cuando el cine se convirtió en un arte costoso. Podemos enumerar méritos alrededor de esa suerte de improvisación que directores como Godard y John Ford supieron capitalizar en películas o secuencias enteras, pero pretender su abolición para generar un cambio es emprenderla contra el mensajero y no discutir el mensaje. Paradójicamente, en la otra orilla, están los que reivindican al guion como género literario; sin embargo, habría que notar que el guion no es un producto final, el relato que contiene no está diseñado para el goce de la lectura y la introspección, sino que es materia permanente de trabajo y rediseño, forma parte de un proceso audiovisual que habrá de culminar en la pantalla.
El guion es un hermoso gusano de seda condenado a desaparecer para convertirse en mariposa. Se creó para encausar y minimizar riesgos, pero trajo consigo aportes estructurales que complejizaron el relato. En todo caso, se puede pretender una narrativa sin guion, pero de ninguna manera una narrativa sin historia. Incluso en las experiencias más desconcertantes, en ausencia de todo control efectuado por la razón, fuera de cualquier preocupación estética o moral, como sugería Bretón, lejos de un orden y un significado aparente, el público se encargará de estructurar y dar sentido a lo que ve, del mismo modo que siempre, más allá de cualquier modelo o esquematismo, reconocerá tres actos —comienzo, medio y final—, sin adscribirse necesariamente a una teoría o corriente en particular.
Finalmente, el debate acerca de las estructuras debe contemplar la siguiente realidad: aquello que muestra la pantalla no es necesariamente lo que se planteó en las páginas de un guion, pues el trabajo colaborativo del audiovisual lo transforma. De modo que cuando hablamos de estructura cabe preguntarse, siguiendo a Daniel Tubau (2011), ¿de qué estructura estamos hablando?, ¿la que concibió el guionista antes de escribir el guion?, ¿la que le imponen al guionista?, ¿la que construye el director, los actores y el equipo durante el rodaje?, ¿la que aprueban los productores después de la escritura del guion, el rodaje y la edición?, ¿o la que vislumbran los analistas?
Una narrativa distinta
Todas las consideraciones anteriores hoy se conjugan y redefinen en el medio del que menos luces se esperaron: la televisión. Su tendencia a las convenciones homogeneizadoras y su etiqueta de “caja boba” impidieron que se vislumbrara la inmensa capacidad narrativa que albergaba, no solo a nivel de contenido, sino también en cuanto a formas de producción y consumo.
Nos gusta pensar que la televisión ocupó el lugar que tuvo, a comienzos del siglo XX, la industria editorial a través de libros y revistas masivas que se producían en papel pulpa, amarillento, barato y poco vistoso, pero que garantizaban tiraje y consumo. El éxito de estas publicaciones, caracterizadas por la llamada “ficción de explotación”, radicaba en su capacidad para conectar con la imaginación de sus lectores. Luego, el público fue seducido por el cine, pero su fascinación ancló definitivamente en la televisión al reconocer en ella la misma capacidad de sintonía de los pulps, que bebían de lo cotidiano y ofrecían puntos de encuentro con las mejores y mayores alegrías a la par de los más íntimos miedos y secretos. De ahí que los formatos populares resultaran siempre cómodos y dúctiles para la televisión, a sabiendas de que su institucionalización había ocurrido en aras de aquella proximidad.
Esa misma televisión es la que disfruta hoy de una era dorada gracias a la novedosa narrativa que propone. Le ha tomado mucho tiempo llegar a este momento ya que durante buena parte de su historia la industria de la televisión comercial, especialmente en los Estados Unidos, evitó arriesgarse en aras de preservar la estabilidad económica, asumiendo una estrategia de imitación y fórmulas que generalmente daban como resultado un modelo de contenido “menos objetable” (Mittel 2007). Durante décadas, la televisión generó grandes ganancias produciendo shows con una variedad formal mínima. Su mejor producto, la ficción por entregas, estuvo limitada a las comedias y los policiales convencionales, dejando de lado y relegando a un estatus inferior dentro de sus estrategias de desarrollo a las soap opera y las telenovelas —curiosamente, el germen de la narrativa serial que hoy destaca de manera excepcional—. La regla económica que privilegiaba los formatos episódicos autoconclusivos —debido a su rentabilidad al momento de las redifusiones, pues no requerían de la continuidad proveniente de un capítulo anterior— se torció ante el avance inevitable de las formas de consumo y la penetración de las nuevas tecnologías digitales, que obligaron a la industria a reformular su esquema de contenido y de negocios.
Ha corrido mucha agua bajo el puente desde que en 1999 se estrenara The Sopranos, de modo que no tiene sentido seguir hablando de un boom cuando todo indica que se trata de una tendencia. A decir de Xavier Pérez, estamos ante el equivalente histórico del modelo constructor de imaginarios que el cine de Hollywood propuso a la civilización occidental a inicios del siglo XX (Pérez, 2011). Es decir, el “espíritu de nuestro tiempo” se despliega todos los días por televisión. Estamos ante un salto cualitativo en la cultura popular que, a base de libertad, innovación y planteamientos flexibles, escenifican los mejores relatos acerca del hombre y su tiempo en las circunstancias actuales.
[1] Tomo la cita traducida del libro de Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire (2006: 14), que ofrece un amplio seguimiento del espíritu moderno desde comienzos del siglo XVI hasta el siglo XX.
Referencias:
Lawson, John Howard (1976). Teoría y Técnica de la dramaturgia. La Habana: Arte y Literatura.
McKee, Robert (2008 [2002]). El guión: sustancia, estructura, estilo y principios de la escritura de guiones. Séptima edición. Barcelona: Alba.
Mittell, Jason (2007). Film and television narrative. En Herman, David (Ed.) The Cambridge Companion to Narrative. Nueva York: Cambridge University Press.
Pérez, Xavier (2011). Las edades de la serialidad. La Balsa de la Medusa, 6. Barcelona: Machado.
Tubau, Daniel (2011). El futuro de la narrativa en el mundo digital. Barcelona: Alba.