Los héroes imposibles de Julio Ramón Ribeyro (iii)

5. Las ventajas de la inercia: La insignia (1958)

En La insignia, el protagonista se ve enrolado en una misteriosa organización al hallar casualmente una extraña insignia cerca de un basural. Sin interesarse ni esforzarse por conocer el fin último de los diversos y extravagantes encargos que le hacen, nuestro personaje asciende en la jerarquía de la enigmática organización hasta convertirse en el presidente de la misma, ilustre y respetado, pero también orondo e ignorante de su ideología y sus fines.

Nunca conocemos el nombre del narrador como tampoco sabemos al final la razón de ser de la misteriosa agrupación. El hombre se hace rico y es toda una personalidad en la cofradía merced a su absoluto desinterés. Porque no estamos ante un tipo con ambiciones de poder, pues las riquezas le llegan como parte de la mecánica natural del grupo, como resultado de “conseguir una docena de papagayos que a los que ni más volví a ver (…) levantar un croquis del edificio municipal (…) arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas residencias (…) adiestrar a un mono en gestos parlamentarios” (Ribeyro I:116)

Tampoco es un vivaracho que ha sido capaz de manipular a esa manga de desorientados. No. La pasividad ha obrado en él lo que se deduce como la única pretensión del anónimo narrador: pertenecer al grupo, a algo, a lo que fuere. Es la contraparte del protagonista del cuento Doblaje: si la obsesión del pintor por encontrar a su sosías distorsiona las posibilidades de éxito, la ignorancia, la pasividad, el desinterés y la inactividad de los hombres puede hacerlos víctimas anónimas de una maquinaria en la que todos se reconocen -a través de la insignia del progreso y la modernidad- pero que nadie sabe cómo funciona.

“Ahora, como el primer día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda inexorablemente en la cábala” (Ribeyro I:117)

La insignia parece representar el orden social, el statu quo, la gran convención, el ritual mecánico a partir del cual el grupo se reconoce, un grupo que sin la insignia está condenado al más absoluto silencio y la más callada incomunicación.

Esto está en la línea de lo planteado por Vattimo en su aproximación hermenéutica al sujeto y que convocamos aquí para graficar esta noción de identidad y pertenencia. Para Vattimo el Ser es lo que sucede, es evento, es cotidianeidad, mortalidad, caducidad. Está dispuesto a pagar el precio de perder la unidad del sujeto humano en lo disperso de los discursos; de perder al sujeto mismo y reducirlo a una interpretación.

El ser-ahí, como denomina Vattimo a ese sujeto cambiante, construye su entidad a partir de una serie de concatenaciones y retornos, con un sistema de significados, donde todo ocurre para anticiparse a la posibilidad de no-ser-ahí-más.

“Lo que se propone es la promoción de lo humano sin un nuevo humanismo: la posibilidad capaz de facilitar verdaderamente todas las otras posibilidades que constituyen la existencia. Una de estas posibilidades nuevas se halla en advertir que la ‘movilidad de lo simbólico’ constituye nuestra realidad”. (Vattimo: 19-20)

El “ser ahí” es una totalidad hermenéutica, un hábil intérprete de símbolos. Esta es la impronta esencial del sujeto que transita las instancias de la modernidad en crisis, una impronta lejana de sus fuentes y vectores originarios, distanciada de su propia esencia, transfigurada al punto de diluir el espíritu moderno en un estado ‘lisérgico’, capaz de articular versiones alteradas, esquizofrénicas, mutables, y todas válidas, de un sujeto que no encaja en el mundo al cual ha sido arrojado.

6. El sentido perdido: Silvio en el rosedal (1977) y Sólo para fumadores (1987)

Silvio en el rosedal y Sólo para fumadores son dos relatos que abordan la razón de ser de los personajes ribeyrianos y que describen su exploración del sentido de la vida. En el primero la búsqueda marca el derrotero, en el segundo la ausencia de una respuesta se ha integrado perfectamente al derrotero cotidiano.

En Silvio en El Rosedal el protagonista es un soltero de cuarenta años que hereda El Rosedal, una ejemplar hacienda en el valle de Tarma. Al tomar posesión de su nuevo dominio, Silvio descubre que el rosedal que da nombre al lugar está dispuesto y sembrado conforme a un orden que entiende oculto, místico, cifrado. “¿Que podía significar eso? ¿Quién había dispuesto que las rosas se plantaran así? Retuvo el dibujo en la mente y al descender lo reprodujo sobre un papel. Durante largas horas estudio esta figura simple y asimétrica, sin encontrarle ningún sentido” (Ribeyro III:135)

El jardín se extiende ante Silvio como una analogía del mundo por descifrar. Ignora su principio y su propósito, lo estudia como queriendo saber las claves de la vida, pero todas las respuestas “lo remitían a la incongruencia”, y acaban acentuando la incógnita con respecto a sus días: “Seguía siendo un solterón caduco, que había enterrado temprano una vocación musical y seguía preguntándose para qué demonios había venido al mundo” (Ribeyro III:130)

En cierto momento Silvio cree ver en la organización del jardín las figuras que deletrean la palabra RES en el alfabeto Morse, pero se ve frustrado cuando procura descifrarla. La acepción latina lo remite a ‘cosa’ y su desconcierto aumenta: “Hizo entonces una lista de lo que le faltaba y se dio cuenta que le faltaba todo” (Ribeyro III:138). La preocupación de Silvio por entender el orden del jardín no es sino una extensión del vacío y la rutina en que está sumida su vida. Al pensar el jardín en clave filosófica, Silvio piensa en la razón de ser de sus días, pues los momentos de mayor interés por el misterio coinciden con sus peores momentos de insatisfacción: “La vida no podía ser esa cosa que se nos imponía y que uno asumía como un arriendo, sin protestar” (Ribeyro III:139)

Un poco después descubre que RES significa ‘nada’ en catalán y concluye que el secreto de la vida es que todo termina en la nada: “Durante varios días vivió secuestrado por esta palabra. Vivía en su interior escrutándola por todos lados, sin encontrar en ella más que lo evidente: la negación del ser, la vacuidad, la ausencia. Triste cosecha para tanto esfuerzo, pues el ya sabía que nada era él, nada el rosedal, nada sus tierras, nada el mundo” (III, 142-43). Pero al final Silvio consigue tranqui­lidad de espíritu cuando reconoce que, en realidad, la desordenada confusión del jardín no oculta ningún plan secreto: “Silvio trató otra vez de distinguir los viejos signos, pero no veía sino confusión y desorden, un caprichoso arabesco de tintes, líneas y corolas. En ese jardín no había enigma ni misiva, ni en su vida tampoco (…) se sintió sereno, soberano (…) Levantando su violín lo encajó contra su mandíbula y empezó a tocar para nadie, en medio del estruendo. Para nadie. Y tuvo la certeza de que nunca lo había hecho mejor” (Ribeyro III:147).

Silvio logra reconciliarse con la vida abandonando la vana búsqueda de un significado y aceptando su aparente falta de propósito. Se da cuenta de que la vida no necesita tener un sentido para ser soportable y hasta para proporcionar satisfacción. El dueño de El rosedal es otro antihéroe no integrado al cauce de los tiempos. Es hijo de un inmigrante italiano (de por sí un descolocado entre dos tierras, la italiana y la limeña, y que se hace más extranjero y extraño en la sierra de Tarma), fue obligado a trabajar largas horas en la ferretería de su padre, dejando de lado el desarrollo de sus capacidades sociales con otros ciudadanos y, ciertamente, también con las mujeres. Silvio observa pasar su vida sentado en una esquina.

“Más que un comentario escéptico sobre el trabajo y el amor, «Silvio en El Rosedal» es la historia de un hombre que busca la realización personal en esferas para las cuales carece de aptitud temperamental (…) Tampoco está capacitado para la vida social (…) sufre de una inmadurez emocional que le impide entablar relaciones normales con otras personas. En efecto, como lo sugiere el hecho de que siga opciones dictadas por el oráculo que es el rosedal, su error consiste en que implícitamente sucumbe a la presión social y, en lugar de ser fiel a su propia naturaleza, intenta modelar su vida sobre conceptos y con­venciones de lo que constituye la felicidad” (Ortega:1985:133).

La serenidad que alcanza Silvio al final del relato parece ser el puerto de arribo tras un largo viaje existencialista, pues llega a aceptar que jamás será un gran violinista, o un violinista sin audiencia, que su jardín de rosas no guarda ningún misterio y que lo mejor que puede hacer es tomárselo a la buena. Como si de todas las respuestas que recavó a lo largo de su odisea hubiera decidido quedarse con la del floricultor, cuando Silvio le preguntara por primera vez por el rosedal. “El muchacho le dijo simplemente que él se limitaba a reponer y resembrar las plantas que iban muriendo. Siempre había sido así. Su padre le había enseñado y a su padre su padre” (Ribeyro III:140).

La historia de Silvio es más que otra historia del desencanto, es también el primer capítulo de una postura ante el mundo que se cierra en Sólo para fumadores, donde el protagonista ya no se preocupa por dar con las claves de la vida, sino que dota a sus días de otro sentido, en este caso: fumar. La narración ha sido leída sobre todo como un relato testimonial[1], pero inserto como está en un libro de cuentos y no en la producción del autor referida específicamente a su biografía o sus reflexiones personales (su diario La tentación del fracaso, Prosas apátridas o Los dichos de Luder), enfrentamos este texto como otro relato breve.

El fumador del cuento hace un repaso de sus días a partir de sus cigarros, pero esta premisa se diluye conforme pasan las páginas pues pronto descubrimos que su vida y sus cigarrillos tienen el mismo peso específico. “El fumar se había ido ya enhebrando con casi todas las ocupaciones de mi vida. Fumaba no solo cuando preparaba un examen sino cuando veía una película, cuando jugaba al ajedrez, cuando abordaba a una guapa, cuando me paseaba solo por el malecón, cuando tenía un problema, cuando lo resolvía. Mis días estaban así recorridos por un tren de cigarrillos, que iba sucesivamente encendiendo y apagando y que tenían cada cual su propia significación y su propio valor” (Ribeyro IV:18)

El relato se estructura como una sucesión de peripecias que el protagonista debe poner en marcha para surtirse de cigarrillos y mantener activo su cada vez más adictiva afición por fumar. El relato está enfocado y construido desde el consumo de cigarrillos, pero los datos biográficos del personaje no son datos laterales o secundarios, por el contrario, descubrimos que las acciones de su biografía y su pasión se fundan en el acto mismo de fumar y nada, ninguna otra cosa, llega a ocupar el lugar metafísico que le asigna el narrador.

El personaje es consciente de que fumar se ha convertido en un vicio que incluso le resulta perjudicial, reconoce que su autoestima y dignidad muchas veces se ven melladas a causa de su vocación de fumador, pero jamás se aparta del cigarro, como jamás se plantea la idea de una vida distinta y sin tabaco. Y es que el cigarrillo es causa y efecto para él, el motor de sus días, el aliciente de su trabajo, el soporte de sus desdichas. Casi se configura como una especie de tótem identitario y vital.

“¿Qué me daba el tabaco, entonces, a falta de placeres sensoriales o espirituales? (…) Era el objeto en sí el que me subyugaba, el cigarrillo, su forma tanto como su contenido, su manipulación, su inserción en la red de mis gestos, ocupaciones y costumbres cotidianas (…) Como todo hábito se había agregado a mi naturaleza hasta formar parte de ella, de modo que quitármelo equivalía a una mutilación (…) me procuraba un sentimiento de calma y de bienestar difuso” (Ribeyro IV:36)

El cigarrillo es la pregunta y la respuesta que persigue Silvio: desprovistos de los aparatos generadores de sentido, solo queda reinventarse y refundarse a partir de nuevos mitos, ya no instaurados sobre la base de un colectivo, sino a partir de uno mismo. El escepticismo lo ha teñido todo de esa aura metafísica y trascendente del sujeto y su propósito; si la utopía se marchitó, si el futuro no es mañana sino ahora, el sujeto se articula a partir del descompromiso gregario, teniéndose a sí mismo y su presente como la utopía que está realizándose, el ser-ahora de Vattimo todos los días de la semana.

Si en El malestar en la Cultura Freud se refiere a un superyó que intenta corregir lo que el programa de la cultura no ha podido, en la impostación Ribeuriana el superyó ya no se nutre de renuncias sino que insta al sujeto a un goce autista y sin freno por medio de una fetichización de bienes y objetos que a la vez arrasa con las particularidades y retorna correlativamente en diversos tipos de segregación y fundamentalismos. Ante el desfallecimiento de los ideales aparecen otras instancias que le confieren al sujeto un falso ser. El personaje del fumador declara sin tapujos, “Soy adicto, soy fumador” y esto lo instala en una posición que le permite cauterizar las interrogaciones sin respuesta en torno a la vida.

Si el nihilismo de Nietzsche se sintetiza en la muerte de Dios, el nihilismo heideggeriano descansa en la pérdida de sentido, el sin sentido del modo de ser y vivir el mundo. De esta manera, el sujeto, el “ser-ahí”, sería una totalidad hermenéutica que interpreta símbolos sólo para evadirse del vacío. A eso se dedica Silvio y eso se desprende de las peripecias del fumador, antihéroes que descartan el centro copernicano del mundo moderno para desplazarse voluntariamente a los bordes, donde es posible recuperar la mortalidad, y por ende, siguiendo a Bauman, la libertad. Una libertad individual, mortal, con fecha de caducidad, pero capaz de ofrecer una experiencia puntual, restringida, epifánica, a manos del mismo sujeto y no de los dioses modernos inventados por el sujeto. Como si hubiéramos llegado a la conclusión de que si Dios no era el centro y ahora el hombre tampoco, porque el aparato de sus “leyes” lo agobia, entonces que cada cual baile con su pañuelo.

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[1] Elmore, Oviedo, Ortega, todos referidos en la bibliografía.

Publicado originalmente en Revista Lienzo #30. Universidad de Lima, 2009.

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