Intertextos y trasvases

Si bien el trasvase entre cine y televisión ha sido especialmente fértil en cuanto a técnicas de expresión se refiere, este no ha sido el único. En un ecosistema de medios altamente dinámico (Scolari 2009), marcado por las redes de información y los procesos de convergencia, los procedimientos narrativos del nuevo drama admiten la irrupción de otras formas de comunicación que acaban influyéndose y conviviendo a partir de un proceso de permanente simbiosis, fusión e hibridación. Las series y seriales se nutren también de las angulaciones subjetivas de los videojuegos de combate, de los trazos compositivos de las novelas gráficas, de los usos y artilugios tecnológicos que luego dominan y practican los personajes. En The Good Wife (CBS 2009-2014), por ejemplo, el adulterio mediático y la campaña política aparecen constantemente tensionados en Youtube, Twitter y en otras plataformas virtuales. Los smartphones, el GPS, Google, todo se conjuga al momento de fraguar la tensión y la representación, con pantallas divididas que reproducen la lógica Windows de la simultaneidad: pantallas de computadoras que visualizan personas y datos, cámaras de seguridad que remiten a una sociedad del control y del acceso, con una aceleración y un vértigo que superan las afecciones que en su tiempo produjo MTV.

Si bien ya hemos hecho mención a la incorporación del cinéma vérité al lenguaje televisivo —esa forma de filmar la ficción como si se tratara de la realidad—, hay que decir que las marcadas estéticas de estilo documental no impiden que estos nuevos dramas ofrezcan una realidad “as only they could show”. El desierto de Nuevo México que enmarca Breaking Bad no es el desierto de ninguna película del oeste. Se trata de un páramo único, resemantizado, una frontera baldía y a la vez llena de posibilidades. Más allá del Capitolio, el Obelisco y algún otro lugar emblemático, The West Wing y House of Cards construyen dos Washington D.C. diferentes: la primera es una ciudad institucional, mientras que la segunda da cabida a lugares de tránsito, de descanso, a espacios domésticos y cotidianos donde ocurre la “otra” política. En Gomorra (Sky Atlantic 2014-2015), Nápoles no es la ciudad del Vesubio, de hecho no aparece en los planos exteriores de una ciudad que tiene al volcán como figura regente, sino que se aleja de cualquier idea de clasicismo o romanticismo y opta por los primeros planos de grafitis, ropas tendidas en los balcones, autos abandonados. Nápoles no es Pompeya, es la ciudad de la Camorra. Boardwalk Empire recrea el Atlantic City de los años 1920 en tiempos de la ley seca, concede guiños a la nostalgia fílmica que producen las películas de gánsteres —como cuando incluye un homenaje directo a la secuencia de montaje final de The Godfather—, pero, al mismo tiempo, funda su propio universo; sobre todo, gracias el paseo marítimo que incorpora la figura del mar al imaginario de la mafia. Estos mundos nuevos y familiares a la vez se despliegan ante el espectador por medio de cámaras liberadas de trípodes, en planos móviles, libres, que no escatiman cercanías o distancias, pausas o aceleraciones. Todo se ofrece como familiar, usado, sucio, como si hubieran existido siempre y siempre hubieran sido de ese modo; todo con la misma ilusión de verdad del reality show, los noticieros, los documentales o los videos caseros.

Este mix entre realidad y ficción, capaz de componer formas ficcionales novedosas, apunta más allá de la mímesis. No apuesta por una imitación de la naturaleza, sino por su confusión con la diégesis, como si se tratara de un juego de espejos que, puestos frente a frente, se proyectan al infinito y desdibujan sus límites. De este modo, se facilita que el público asuma que lo que está viendo es tan real y tan ficticio como la vida misma. Quien ha modulado esta dinámica en mayor grado es David Simon, cuya obra es deudora de la vieja crónica social impresa en papel periódico. Como ya ha señalado la crítica, Simon ha sido capaz de escribir la ficción televisiva más demoledora del sueño americano, denunciando los errores del sistema en The Wire y postulando la reconstrucción del mismo con Treme, ambientada en el New Orleans post-Katrina. Si bien ambos proyectos tienen una fuerte carga política, las ficciones de Simon no pueden calificarse de panfletarias o ideologizadas; al contrario, nunca estira el dedo acusador —aunque resulten evidentes algunos paralelismos, especialmente con la administración Bush—, sino que prefiere que sean sus personajes, las personas de Baltimore y del Mississippi, quienes expongan y padezcan los fallos del sistema. Simon se vale de sus largas horas de vuelo en el periodismo escrito para construir una estrategia de narración televisiva que dedica escrupulosa atención al costumbrismo, a la jerga callejera, que admite el testimonio de miembros de las comunidades donde se narra y que incluye a muchos de ellos en el relato, conformando, con esto, una comunidad nueva de la que participan actores profesionales y amateurs… Pasa en la vida, pasa en las historias de Simon.

Si un medio de comunicación se define a partir de la articulación entre un dispositivo tecnológico y una práctica social, la ficción televisiva no pierde de vista la realidad y los hechos del presente. No es difícil encontrar en los métodos de Jack Bauer, y en el comportamiento de los terroristas a quienes perseguía, el telón de fondo del enfrentamiento entre los Estados Unidos y Al-Qaeda. Como tampoco resultó casual que en la séptima temporada de 24, estrenada en 2009, Bauer fuera interrogado por una comisión del Senado que lo acusaba de torturas; sobre todo, si se tiene en cuenta que a fines del año anterior Barack Obama había sido elegido Presidente.

Esta correlación y trasvase con lo real hace que las ficciones televisivas puedan operar, en cierta medida, como lo hicieron en sus contextos el Gesta Romanorum, la novela picaresca o el bildungsroman; es decir, como mecanismos de pedagogía social, incluso sin un propósito evidente. A lo largo del siglo XIX y XX hay muchas novelas que sin serlo estrictamente han abordado el desarrollo y la construcción de personajes en situaciones de cambio personal y social; por ejemplo, En busca del tiempo perdido, Retrato del artista adolescente, La montaña mágica o El guardián entre el centeno. Si May Alcott describía en Mujercitas el crecimiento de las cuatro hijas de la señora March, poniendo énfasis en el decoro y la libertad individual mientras se daba maña para cuestionar la guerra civil norteamericana, Family Ties (NBC 1982-1989), la sitcom que hizo conocido a Michael J. Fox, hizo lo propio al centrar la comedia en las diferencias culturales entre padres e hijos durante la década de 1980, cuando los integrantes de las generaciones jóvenes rechazaban la contracultura y el hipismo de sus padres para abrazar la política conservadora de la administración Reagan.

Si las novelas de la segunda mitad del XIX asentaron la idea de que la familia era el reducto invencible contra la dispersión que la modernidad y el progreso proponían, las sitcom familiares han acompañado las reestructuraciones y los cambios sociales de la segunda mitad del siglo XX. Ahí están Diff’rent Strokes (ABC y NBC 1978-1986), The Wonder Years, Full House (ABC 1987-1995), Raising Hope (FOX 2010-2014) o Mom (CBS 2013-2014), que al proponer distintos modelos de familia — tradicionales, multirraciales, disfuncionales, con padres adolescentes, padres viudos o padres divorciados— terminaron institucionalizando la frase “No hay lugar como el hogar”. Entre estos, Married… With Children (FOX 1987-1997) significó una crítica feroz contra la debilitación del núcleo familiar al representar el estereotipo norteamericano del marido apático que extraña sus años universitarios como héroe de fútbol americano, casado con una compradora compulsiva, con una hija “rubia y tonta” y un hijo ansioso de acostarse con cualquier mujer.

Ahora bien, estos trasvases no solo ocurren a nivel sincrónico, sino también diacrónico. El nuevo drama recupera claves dramáticas de la literatura, propuestas representacionales del teatro, atmósferas de circo, actos de vodevil, y construye un relato expandido que se incorpora a la tradición narrativa y establece conexiones entre textos más o menos análogos. Como constatan Balló y Pérez (2005), en la era de su reproductibilidad técnica, la ficción no aspira a la constitución de objetos únicos, sino a una proliferación de relatos que operan en un universo de sedimentos donde se prueban y legitiman todas las estrategias de repetición. En palabras de los autores, “[e]ste proceso comporta un reconocimiento de filiaciones pasadas y futuras que establece el reciclaje compartido entre el autor y el público como una forma genuina de activismo narrativo” (p. 10).

Jack Bauer tiene mucho de Héctor, el defensor de Troya, como el Dr. Walter Bishop tiene también de Prometeo. De alguna manera, todos los sagaces alargan en su sombra la figura de Ulises, en cada destino trágico palpita el corazón de Edipo, en cada mujer fiel hay un gesto de Penélope, los adolescentes avispados siempre silbarán las mismas notas que Tom Sawyer o el Lazarillo de Tormes, del mismo modo que todos los amantes desdichados sufrirán como Tristán e Isolda, y todos los infortunados tendrán siempre algo de Robinson Crusoe. Es decir, asistimos al reajuste de una tradición que renace en nuevos contextos históricos y se comunica con otras.

Y es que la intertextualidad es una práctica tenaz. Anna Tous (2010), por citar un ejemplo ilustrativo, se ha tomado el trabajo de desagregar la densa trama intertextual de Lost y ha encontrado referencias que van desde The Prisoner (ITV 1967-1968) hasta The X-Files, pasando por The Twightligh Zone, el reality Survivor (CBS 2000-2014) y películas como Castaway (Zemeckis 2000) o The Truman Show (Weir 1998). Las anacronías de Lost remitían al policial, a las películas de mafias orientales y, por supuesto, al melodrama. La lógica parece enrevesada, pero no lo es: lejos de suponer un problema, resulta una oportunidad para que el espectador haga suyo el drama televisivo.

El último de estos casos, a una escala más sutil y sugerente —pero no por ello menos interesante— es True Detective. En el debate de los fans en Internet apareció el recuerdo de Seven, la película de David Fincher de 1995, los carismas de The 700 Club (CBN 1966-2014), ecos del existencialismo de Sartre y el nihilismo de Nietzsche. Los nuevos telespectadores no tardaron en detectar la principal influencia literaria de su escritor, Nic Pizzolatto: El rey de amarillo, una colección de relatos de Robert W. Chambers publicada en 1895. Alguien más rastreó diálogos deudores de La conspiración contra la raza humana, un texto firmado por Thomas Ligotti en 2010 y prontamente se le bautizó como “ficción weird” debido a su narrativa oscura, capaz de conjugar distintas referencias de género —como la ciencia ficción y sus horrores cósmicos—, por su imaginería religiosa, por sus guiños al cine B y por esa atmósfera de ensueño angustioso y fantasía espantosa.

Su notable factura visual y su poderosa historia hicieron que True Detective reuniera alrededor de la pantalla tanto a fans eruditos en subliteratura popular como a graves exégetas en temas de filosofía y metafísica. Para muchos fans de lo weird, la sorprendente irrupción de El rey de amarillo en lo que aparentemente parecía ser solo otro policial procedimental fue un rayo que sacudió todo. De pronto, el tono de la serie cambió por completo. La primera mención a la obra ocurre en el episodio dos, cuando Rust Cohle, el detective cínico y nihilista, encuentra el diario de una joven prostituta, Dora Lange, que ha sido asesinada ritualmente. “Cerré los ojos y vi al Rey de Amarillo en movimiento a través del bosque —lee Cohle en voz alta— Los hijos del Rey están marcados. Se convirtieron en sus ángeles”. Las páginas del diario aparecen brevemente en la pantalla y dejan ver varias palabras claves del universo de la obra de Chambers que se integran de a pocos en la trama: “Carcosa”, “estrellas negras”, “espirales”. Nada vuelve a ser lo mismo después de estas pistas. Los símbolos infernales se reproducen por todos lados: las estrellas negras aparecen en distintos momentos y de diversas formas, la primera de ellas como tatuajes a lo largo del cuello de uno de los testigos; las espirales, que se observan marcadas/cicatrizadas en la espalda de Dora Lange y en ese mágico vuelo de una bandada de pájaros en las afueras de una iglesia incendiada; cornamentas, números, nombres sugerentes, como el del predicador Joel Theriot, que se diferencia por una letra del nombre utilizado por el famoso ocultista Aleister Crowley, quien se refería a sí mismo como Maestro Therion, también conocido como La Bestia 666. Ni la cámara ni los diálogos se detienen especialmente en estos detalles, pues todos son guiños a los fans de la literatura weird, capaces de pescar estos datos y hacer el trabajo mitológico alrededor de la serie, desagregando y revisitando los episodios para notar, por ejemplo, que el personaje de Theriot hace la señal de la cruz sobre su pecho al revés, de derecha a izquierda y no de izquierda a derecha.

El poder de las imágenes en True Detective es tan magnético como opresivo, incluso desde la careta de inicio, que muestra un mundo en descomposición atravesado por unas luces de neón que forman cruces. Cada imagen se instala pavorosamente en la cabeza del espectador y no solo convoca otros textos como el de Chambers, la obra de H. P. Lovecraft, el cine expresionista alemán o el mejor imaginario del terror, sino que parece comunicarse con otras series, contemporáneas y no: de Twin Peaks recupera la importancia de mantener la intriga sobre el asesino; de Lost, la creación de un personaje o una influencia malvada de tintes míticos; de Treme, la importancia de la ambientación como un personaje más.

Desde The Flinstones (ABC 1960-1966) parodiando a The Addams family (ABC 1960-1964) a través de sus vecinos, los Gruesomes, en la década de los sesenta; hasta The Simpsons y Family Guy (FOX 1999-2001), con sus múltiples “cameos” e incorporaciones de personajes del mundo real y de la ficción, el universo de las historias se ha tornado cada vez más complejo y laberíntico; sobre todo, si se piensa que cada nueva alusión a las personas o los personajes comporta una nueva lectura y ponderación de los mismos.

De esta forma, no solo se enriquecen los universos diegéticos, sino que se practica un juego metaficcional que consiste en desnudar la ilusión y el artificio para exhibir el montaje y la parafernalia, como ocurre en 30 Rock (NBC 2006-2013), que narra los avatares de una guionista de NBC que trabaja tras bambalinas de un programa cuyas cámaras y camarógrafos no solo se ocupan de la supuesta ficción, sino también de grabarla a ella y los demás personajes, dejando ingresar en el encuadre el aparato real de producción. La subversión de los códigos narrativos habituales es una forma no solo de premiar a los espectadores ofreciéndoles algo distinto, sino también una manera de asentar los mecanismos metatextuales. Ahí está el episodio “My musical”, de la sexta temporada de Scrubs, que se convierte en un musical a la manera de Broadway cuando llega al hospital un paciente que oye música todo el tiempo y esto releva al episodio de sus convenciones de verosimilitud. O “Hush”, de la cuarta temporada de Buffy, cuando unas entidades a las que se conoce como Los Caballeros roban las voces de la gente del pueblo de Sunnydale, lo que conduce a la narración de un episodio construido casi silencio.

Respecto de este juego metaficcional, señala Stam (1992):

Las demarcaciones entre texto y contexto, historia e interpretación, escritura y lectura se vuelven borrosas o se revierten. Se traspasa el límite de las dos dimensiones —la hoja del libro, el lienzo o la pantalla televisiva— para acercar al interior del texto realidades externas a la propia obra (p. 174).[1]

Esta reflexividad descrita por Stam, especialmente fértil en las comedias por su aplicación lúdica, se apoya en la intertextualidad, la autoconsciencia o la apelación directa al espectador, constituyéndose como una estrategia narrativa cuya persistencia la convierte en una marca de estilo del nuevo drama, como la mayor visibilidad del sexo y la violencia o la simpatía por personajes signados por una grave ambigüedad moral.

El éxito y la fertilidad de estos trasvases no hacen sino afianzar la idea de que el reconocimiento de otros mecanismos narrativos, otras referencias, otras plataformas, otras historias sabidas de antemano, unidos al descubrimiento de pequeños detalles innovadores o renovadores, representan el fundamento del placer por la repetición y la serialidad.

[1] La traducción es nuestra.

Referencias:

Balló, Jordi y Pérez, Xavier (2005). Yo ya he estado aquí. Ficciones de la repetición. Barcelona: Anagrama.

Scolari, Carlos (2009). Ecología de la hipertelevisión. Complejidad narrativa, simulación y transmedialidad en la televisión contemporánea. En Squirra, Sebastião e Yvana Fechine (eds.) Televisão Digital: desafios para a comunicação. Porto Alegre: Sulina Compos.

Stam, Robert. (1992): Reflexivity in Film and Literature. Nueva York: Columbia University Press.

Tous, Anna (2010). La era del drama en televisión. Barcelona: UOC.

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