La pantalla de televisión ha revitalizado la ficción audiovisual y ha hecho converger en ella todas las formas e ideas narrativas en las que se había involucrado hasta entonces, de allí que frases como “el mejor cine se mudó a la televisión” o “lo nuevo y distinto están en la pantalla chica” resulten cada vez menos exageradas y más entusiastas. Aunque no es posible apuntar a uno solo de los desarrollos industriales, creativos, tecnológicos o participativos como responsable del surgimiento de las teleseries como un fenómeno que acuña sus propias formas de contar historias, sí puede afirmarse que aquellos juntos han establecido el escenario para su desarrollo y popularidad. Estamos ante relatos cuya permanente innovación los convierte en material elusivo para las formalizaciones y, ciertamente, cualquier empeño por señalar trazos de un nuevo modelo narrativo corre el riesgo de instalarse en un work in progress indeterminado; sin embargo, intentaremos desagregar las dinámicas y recursos más significativos de esta poética para ofrecer, sino un cuadro acabado, al menos un boceto característico de su arquitectura.
Para Kristin Thompson (2003), la ficción televisiva atraviesa un momento grandioso porque es capaz de generar una inmensa fuente de referencias que conecta, en mayor medida y en distintos niveles, con el público, algo que James Longworth (2002) ha señalado como mérito de una industria audiovisual fuertemente desregularizada y diversificada que ha sustituido a la masa por la audiencia especializada. Concepción Cascajosa (2005), a su vez, ha puesto énfasis en la competencia de las cadenas televisivas norteamericanas, hecho que ha permitido que más programas innovadores vean la luz apoyados en lo que Glen Creeber (2004) denomina la madurez de un medio capaz de acercarse, con mayor acierto que cualquier otro, a los contenidos adultos. De esos contenidos hemos destacado en estas páginas su notable artesanía alrededor del tiempo, su capacidad para combinar los géneros, su auto referencialidad, su juego metatextual y su fascinación por los tópicos controvertidos, características que le han valido la legitimación de la crítica y del televidente.
De alguna manera, estos relatos complejos han seguido la pauta señalada por Robert Thompson (1997) para una televisión de la calidad: el rechazo de las fórmulas, la incorporación de talentos de otros medios como el cine, el cultivo de una audiencia de clase alta, urbana, culta y joven, la utilización de la memoria para crear nuevos conflictos a partir de acontecimientos pasados, la preeminencia del escritor y, por último, la cualidad de captar el interés de otras disciplinas. Lejos de organizarse alrededor de estos postulados y fraguar una normalización que produjera reglas imitativas, las teleseries han optado por asentar en cada producción una maniera, un estilo particular en el más amplio sentido de la palabra, que siguiera la línea de la tradición audiovisual —con sus tendencias narrativas, estéticas y comerciales —, pero torciéndola de acuerdo a su personalidad artística, es decir, en armonía con sus influencias y afecciones particulares.
Jordi Carrión (2011) ha señalado que las producciones a partir del año 2007 releen la tradición televisiva iniciada en los años noventa, supeditada a la competencia por el prestigio crítico y la audiencia. Sin embargo, creemos que la relectura y la subversión, la exacerbación y la distancia, la refundación y el homenaje tienen que ver con la narrativa audiovisual en general, pues desde los años noventa, cuando Twin Peaks se alza como prócer del espíritu precursor de Hill Street Blues, empezó a asentarse un manierismo televisivo que sirve de referencia y modulador para distintas expresiones derivadas de este impulso.
El suceso dramático de las teleseries es consecuencia de un proceso evolutivo en la narrativa audiovisual que afecta la forma y la actitud de las producciones por influencia de la tecnología, los negocios y las artes. Manierismo es la idea que mejor se ajusta a su caracterización ya que, al igual que en su acepción para las Bellas Artes, permite condensar una serie de ideas y concepciones que la recorren. Este drama distinto rinde tributo a las formas narrativas de la novela decimonónica y persigue el genio creativo de los grandes autores. Es un tipo de relato que contrasta con el pragmatismo de la industria al ofrecer formas diversas —multitramas, repartos corales, saltos temporales — y fondos complejos —temas controversiales, impostura social, quiebre del status quo — que vulneran la estructura restauradora del Paradigma. Por otra parte, muchas de sus narraciones coinciden con la idea de cierto manierismo intelectualizado y elitista, como el que suele oponerse al barroco sensorial y popular, pues conjugan relaciones imbricadas y plagadas de referencias culturales. Es decir, mientras que las normalizaciones narrativas del audiovisual del XX se orientan a públicos de amplio espectro, el manierismo televisivo narra desde una impostación que apunta a un predominio formal exquisito, esmerado, que se construye a partir de la adición de elementos relativamente independientes que construyen una estructura fragmentada, ajena a cualquier principio de unidad orientado a un efecto unitario.
Esta disposición aproxima a las teleseries a la impronta de Cervantes y Shakespeare, que en su tiempo describieron el tránsito de una atmósfera renacentista, humanista e idílica a otra más bien melancólica, desencantada y compleja. Igual que en el siglo XVI, los dramas de hoy se desenvuelven con quiebres de continuidad, con un tratamiento libre y desigual del espacio y del tiempo; negando la economía, el orden y la linealidad; expandiendo y variando de forma permanente su material; y poniendo énfasis en la caracterización psicológica de sus personajes para evidenciar sus debilidades, sus pliegues fascinantes y sus cotas perversas. Si el manierismo en la Bellas Artes supuso un distanciamiento con respecto al Renacimiento clásico y armónico a partir de acontecimientos como la epidemia de peste de 1522, el saqueo de Roma, la ruptura de unidad en la Iglesia por la Reforma Protestante, la crisis económica provocada por el racionalismo económico y el nacimiento de la concepción científico-natural del mundo, el manierismo de las teleseries brota como resorte ante el cambio tecnológico, sociocultural y económico de fin de siglo que, como ya hemos descrito, significó un replanteamiento de los moldes y la asepsia conservadora de la industria audiovisual.
Los dramas de las teleseries se inspiran en la tradición televisiva, pero a la vez la someten a sus inclinaciones y propósitos. En todos los casos estamos ante una relectura a partir de nuevos esquemas de negocio y de un público que apuesta por la diferencia. Los detectives, los abogados, los médicos y todos esos héroes de aventura y de ciencia ficción, tan característicos de la programación televisiva, subsisten pero con nuevos rostros, aparecen trasmutados en su esencia, desbordados, desdibujados incluso en sus fronteras más firmes, como la que separa realidad de ficción: True Blood es un documental sobre la lucha de los vampiros por la igualdad de sus derechos civiles en Estados Unidos, mientras que The Office (NBC 2005-2013) es una comedia que se desarrolla como falso documental. El manierismo de este nuevo drama reinterpreta los géneros clásicos para producir híbridos tan sólidos como sugestivos. NYPD Blue (ABC 1993-2005) es una historia de policías, pero también un drama familiar sustentado en las relaciones de sus personajes; la investigación procedimental trascurre en un segundo plano para describir, por ejemplo, la búsqueda espiritual y la redención de Bobby Simone. Battlestar Galactica (Sci-Fi Channel 2003-2009) es un espectáculo de ciencia ficción y, al mismo tiempo, una poderosa alegoría que cuece el tema político con tanta efectividad y realismo como The West Wing. Deadwood no es el western moral y patriótico de los años cincuenta, no es Bonanza (NBC 1959-1973) ni Gunsmoke (CBS 1955-1975), no hay familias unidas ni sheriff salvador que se pierda cabalgando al final de cada episodio, no, Deadwood es un pueblo infecto del viejo oeste donde todos tratan de sobrevivir como pueden a un mundo sin redención. Los protagonistas de Nip/Tuck (FX 2003-2010) son cirujanos, sus vidas discurren en un ambiente médico, pero las situaciones profesionales que viven se conjugan con casos de incesto, homosexualidad, aborto, pedofilia, lactancia erótica y sectas religiosas. En Nip/Tuck, la autodestrucción se impone sobre la salvación, los médicos no salvan vidas, por el contrario, sus vidas se desmoronan a causa del estrés, la envidia, la lujuria y el crimen.
La actitud que circula en estos dramas parece consecuente con cierta visión crítica de una sociedad escéptica y pendiente del gozo, entusiasmada por rodearse de tecnología y artificios que prolonguen la experiencia sensorial. Las teleseries se construyen como la crónica de un tiempo en el que se fomentan los efectos espectaculares, la transgresión de las reglas y el ejercicio de una libertad pasmada que se aleja definitivamente de los principios de la utopía moderna postuladas por una ya lejana Revolución Francesa. “¿Sabes lo que es la felicidad? —explica Don Draper en el cuarto episodio de la primera temporada de Mad Men— La felicidad es el olor de un coche nuevo. Es ser libre de las ataduras del miedo. Es una valla en un lado de la carretera que dice que lo que estás haciendo lo estás haciendo bien”. La tensión, la confusión, el desequilibrio, la escisión, el desasosiego, la angustia, el desconcierto entre lo real y lo irreal, las coartadas de la verdad, son tópicos recurrentes. El gran tema que impulsa sus historias se acerca mucho al concepto de decadencia, una decadencia cultural, económica, social, finisecular y de resonancias apocalípticas, ilustradas muy bien por los zombis de The Walking Dead. Se observa una complacencia cada vez más clara por el defecto psíquico o somático, donde lo monstruoso o lo anormal se recubren de un intelectualismo ilusorio —Dexter, Hannibal, The Shield, The Sopranos — que no disimula su irracionalismo y cuyo empaque en alta definición, su preciosismo formal y su estética deslumbrante parecen sugerir, de forma cínica y paradójica, la complacencia por ignorar o evadir su propio declive.
En cada episodio, las teleseries afirman una maniera de narrar que las hace únicas echando mano de la tradición artística y audiovisual, pero al mismo tiempo componen un marco que les otorga identidad común en virtud de ciertos elementos fundamentales como son el tiempo, la forma y la participación, acaso los componentes básicos de una poética que intentamos consolidar sobre la base de todo lo descrito hasta este punto.
La propia naturaleza del contenido televisivo —tan expuesto a pautas de producción, de exhibición, de distribución, de periodización— hace que sus relatos se conciban como un flujo narrativo que se desarrolla en el tiempo. Percibir el tiempo significa percibir movimientos, variaciones, mutaciones, cambios. Esa es la causa de su densidad argumental, por eso cuando se hace referencia a las teleseries se habla de eventos narrativos, de lo que ocurre en sus episodios. De modo que bien podríamos decir que sus relatos se construyen como un arte del tiempo. El tiempo es su objeto, sujeto e instrumento principal de representación.
El tiempo narrativo, destinado a contar, subordina todas las demás nociones de tiempo – —histórico, filosófico, entre otros— y manipula la trama para establecer el marco en el que se relata y recibe una historia. El tiempo es inmenso, lleno de posibilidades, pero en el caso de las teleseries, todo ese tiempo debe desarrollarse en el margen de lo que admite una pantalla de televisión. En ella, el tiempo está rigurosamente controlado por la gestión de entregas semanales y los cortes comerciales, es un dispositivo implacable que no escapa al streaming ni a los paquetes de DVD, porque enfrentarse a una de estas historias por cualquier canal de distribución supone enfrentarse al mismo tiempo en pantalla.
El sello distintivo de las teleseries es la lograda hibridación entre narración serial y autoconclusiva, artificio que las destaca de otras formas porque permite sistematizar un relato complejo que alterna episodios de historia entre vacíos temporales que, como hemos visto, definen la experiencia ficcional. Ahora bien, Mittell ha observado que reunir episodios en empaques de DVD cambia drásticamente la experiencia televisiva, ya que el tiempo se vuelve mucho más controlable y variable para los espectadores, a la vez que elimina la experiencia cultural de ver colectivamente un episodio junto a otros millones de espectadores simultáneamente (Mittell 2013). De modo que, hay que apuntar que la experiencia ficcional resulta de la modulación del tiempo en pantalla, pues involucra los contextos de recepción material, que pueden plegarse al consumo ritual de entregas o no.
La efectividad de las historias depende en gran medida de la habilidad para articular las acciones que definen la experiencia del tiempo. Los eventos de progresión y las paraelipsis buscan respuestas de los espectadores y estimulan su interés y compromiso desarrollando situaciones llamadas cliffhanger —“al borde del abismo”— que generan el suspenso o shock necesario para querer buscar la siguiente entrega. Esta cualidad hace que el drama se conciba como una narrativa tensional que renueva permanentemente la expectativa de la audiencia en función de lo que pueda ocurrir más adelante con los personajes o el nudo de la trama. En ese sentido, el drama televisivo interacciona entre el suspenso, la curiosidad y la sorpresa para establecer, como señala Baroni (2007), una ansiedad que resulta de alargar las resoluciones y generar tensión a través de eventos repentinos o inesperados. La estructura laberíntica, fértil en tramas y personajes, permite multiplicar las posibilidades de este efecto.
Ahora bien, no todos los eventos son serializados. Aquellos que tienen la capacidad de desplegar la energía suficiente para movilizar la trama y asentar un tono narrativo son los eventos nucleares, estos actúan por “fisión” o “fusión” —para seguir con el símil atómico— sobre los personajes, transformándolos y decidiendo sus acciones. Por su parte, los eventos menores no obran los mismos efectos decisivos y prolongados, pero su ligereza contribuye a la peripecia tensional y aportan textura, riqueza y dimensión a los personajes y al universo representado. En la lógica del Paradigma y las normalizaciones, los distintos eventos —y, en consecuencia, los distintos temas— progresan de manera simultánea, pero en este nuevo drama televisivo no necesariamente es así, de modo que los eventos menores y nucleares se activan y se alternan convenientemente en función de los requerimientos de su virtud esencial: la tensión dramática.
Al acumular eventos en el tiempo, los dramas televisivos deben ajustar regularmente la memoria narrativa y para ello recurren a personajes que traen a colación sucesos del pasado y les otorgan continuidad con sus diálogos y sus acciones, o a través del propio universo ficcional, que registra, asimila y luce las consecuencias de esos eventos: el paso del huracán Katrina en Treme, el horror enquistado en los policías de True Detective tras investigar la muerte de Dora, la infidelidad de Noé y Allison en The Affaire (Showtime 2014-2015). Mientras más referencia se haga a eventos del pasado, mayor será el rol que juegue la memoria para actualizar la continuidad del relato y penetrar en la consistencia de lo acumulativo y su impacto.
Sin embargo, el mayor reto que enfrenta este flujo narrativo es el hecho no previsto de su final, circunstancia que obliga a los guionistas a construir universos ficcionales capaces de sostenerse por años, mientras la sintonía esté de su lado, como si se tratara de una transmisión ad infinitum, con personajes diversos, complejos y situaciones no advertidas. Esto distancia tremendamente a los dramas seriales de cualquier otro producto narrativo de la cultura popular, pues operan como seres vivos, dispuestos al cambio en función de las cifras de audiencia, la disponibilidad de los actores o la capacidad de sus guionistas para sostener el pulso. Ante esta eventualidad, un manierismo de la forma desplegada en el tiempo resulta fundamental para apuntalar el éxito de los relatos.
(Continuará)