Publicado originalmente en el diario El Comercio. Opinión. 20 agosto 2017.
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Cuando éramos niños, el coyote intentaba cazar al correcaminos. Era una empresa tenaz y dura. Incluso en su versión más civilizada, la felicidad del coyote era esquiva: iniciaba el día muy cordial junto al perro ovejero, ambos sonreían, marcaban tarjeta, pero su jornada laboral consistía en recibir escarmientos por tratar de comerse una oveja. En general, la vida en los cartoons iba de eso: Silvestre quería comerse a Piolín, Tom cazaba a Jerry, algún malo amenazaba la Tierra, y Tex Avery delineaba un mundo donde el gusano temía al pájaro, el pájaro al gato, el gato al perro, el perro al dueño y el dueño… a su esposa. Es decir, crecimos con la representación en colores de un mundo que declaraba que la vida es lucha.
Los dibujos animados de hoy, en cambio, parecen ganados por otros empeños. Su gran tema de entretenimiento es la convivencia y el valor superlativo que exhiben es la tolerancia. Su mundo es más radiante y más cool, pero no se confunda, aquí todo lo naif alberga una cuota de cinismo. Por eso el rudo señor Toro, de “Peppa Pig” se permite ser aficionado a la cerámica delicada y las vajillas de té; por eso en “Pepper Ann” y “Recreo” las chicas Moose y Ashlley Spinelli renieguen de los roles de género que las encasillan. Aquí la felicidad no conoce cortapisas porque lo diverso no es una excepción, es algo tan normal como que el cocodrilo Happy, de “Hey Duggee”, sea adoptado y su madre sea una elefanta, o que Jeff, uno de los protagonistas de “Clarence”, tenga dos mamás, o que el sheriff Blubs y Deputy Durland, de “Gravity Fall”, se sientan libres de confesar su amor en una romántica escena de fin de capítulo. Aquí el mundo es mundo.
Y hay más. Esta coexistencia y compatibilidad ocurre no solo entre razas, sensibilidades y culturas, también entre personas y máquinas. De modo que las herramientas de “Bob el constructor”, o las locomotoras de “Thomas el tren”, o los diversos objetos de “Olie, Polie, Rolie”, no solo son personificaciones narrativas, son claves que permiten a los niños sentir empatía unos con otros, además de alentar un tipo de conocimiento que no proviene de la experiencia, sino de los sentimientos y las fantasías. Pero acaso lo más interesante sea notar que son historias que los propios chicos eligen porque reconocen que su infancia y su mundo están allí, encarnados en esos héroes a lo que también aquejan la inocencia, la inseguridad, la carencia de saberes y la necesidad de una figura adulta.
Si para el coyote la vida era una lucha donde acechaba el hambre, el rencor y el desasosiego, los dibujos de hoy enfrentan la tarea bajo una perspectiva donde el triunfo no consiste en imponerse, sino en reconocerse, incluso si nuestras expectativas y creencias no tienen una evolución positiva. No sé ustedes, pero a mí me gusta pensar que los chicos lo harán mejor cuando nos jubilen y se hagan cargo del mundo real.